dimarts, de juliol 24, 2007

LA VECCHIA ITALIA. INTRO

El hedor a orín recibe a quien se apea en la estación Termini (acentúese la primera sílaba en su pronunciación) de Roma. Tras la bienvenida, dando vueltas por los andenes, creo reconocer algo del ajetreo narrado por De Sica hace más de medio siglo, pero me doy cuenta de que sólo se trata de lo que quiero o espero ver basado en mis prejuicios. El orín es información nueva, a la que el olfato se acostumbra pronto tras la primera impresión.

Las estaciones importantes vienen a parecerse todas, y el tránsito y cobijo que reportan favorecen la proliferación de elementos, como el hombre que se me acercó pidiéndome un euro mientras yo intuía el funcionamiento de la máquina expendedora de billetes de tren mediante el método de prueba y error. Pelo corto, cara delgada, mirada perdida, boca entreabierta, saliva verde reseca en la comisura de sus labios. Eso, pienso segundos después de alejarme de él, eso de lo que me acabo de alejar era una vida. De estas vidas había unas cuantas aquella tarde. En esto, y en otras cosas, Termini (y Roma) se parece a la Estació del Nord (y a Valencia), donde el atardecer trae consigo al hombre que permanece demasiado tiempo en el servicio de los hombres y espera ver algo mientras se toca.


Tras deambular por la estación peor señalizada que he visto en mi vida, doy con la biglietteria y consigo mi billete para el sur, en un Eurostar que partirá una hora más tarde que el tren que tenía previsto coger. Con la seguridad de disponer ya de billete, sin embargo, no me importa esperar apoyado contra el enrejado del Mura Serviane en la Piazza dei Cinquecento y leer la última parte de El diablo en la galería D iluminado por un sol en caída libre. (Mierda, ahora me la tendré que releer para enterarme del todo bien; ¿os acordáis cuando las sagas eran algo extraordinario y no una fórmula editorial?).

Y no, por nada de lo escrito aquí odio a los italianos.