dimecres, d’abril 19, 2006

VAMOS A VER QUÉ SALE DE AQUÍ (y 6). BERLÍN Y SACHSENHAUSEN

Muy bien, Jordi, todo el mundo sabe que has ido a Berlín. Incluso los que fueron contigo saben que has estado en Berlín. Ocurre, empero, que, vale, de acuerdo, fuiste a Berlín y querías que constara el viaje en tu blog, pero resulta que, como muy bien te habrás dado cuenta, vas por el sexto post de la serie de Berlín y-to-da-ví-a-NO-has-lle-ga-do. Bueno, sí, llegaste al final del último post (que por cierto, cacho perro, colgaste hace más de medio mes. ¿Qué coño haces con tu tiempo? Sé que también te gustaría saberlo a ti, por eso te lo pregunto, para que resuene en tu conciencia), pero no has dicho nada de la ciudad y ya hace un mes del viajecito de marras. Tienes que quitártelo ya de encima para empezar con otras cosas. Que es que vives en el pasado, y así, Jordi, así no se puede vivir.

Volviendo de Köln empezaste a imaginar esta serie de textos sobre el viaje a Berlín y escribiste algunas frases sueltas que resultaron en el siguiente parrafito, que utilizarías para cuando llegaras a este momento de la narración:

«10 de marzo de 2006, 18:00h. Ancha y magnífica. Cuanto más pienso en Berlín, más me gusta. Me la imaginaba tal como la encontré: nevada, nevando, y gris».

Menuda mierda. Sabías que así no podía empezar un post, y tu inutilidad como componedor de textos ha hecho que retrases la escritura y publicación de este sexto capítulo. Mira que era darle vueltas y vueltas y nada. Tus recuerdos se encontraban demasiado confusos como para poder escribir algo tipo “tal día fuimos a tal sitio e hicimos esto y aquello otro”. Con el tiempo, has conseguido escarbar un poco y averiguar que:

-aparcasteis delante de la puerta del albergue Meininger en Meininger Straße, 10.

-el albergue estaba muy bien, con buffet libre en el desayuno y ducha en la habitación.

-una mujer de origen mediterráneo salió de su restaurante y os ayudó a Dani y a ti a aparcar el coche en una plaza un poco más allá de la puerta del albergue, de donde no se lo pudiera llevar la grúa. La mujer entró a otro restaurante vecino para pedir a un hombre que moviera su vehículo un poco para que así cupiera el vuestro. Dani tiene más paciencia y habilidad que tú para maniobrar.

-tras hacer un poco el perro en la habitación, bajasteis todos a la red del U-Bahn, comprasteis un billete para cinco personas y os aventurasteis en la ciudad. Desde este primer billete hasta el que comprasteis la madrugada del domingo, tras vuestra aventura en el Lovelite, estuvisteis convencidos de que su validez no se limitaba a un trayecto, sino que se extendía a lo largo de toda una jornada, hasta las 3h del día siguiente. Nadie os dijo lo contrario.

-os encomendasteis a Pablo, quien ya había pasado unos días hace unos veranos, para que fuera vuestro guía en la segunda ciudad más poblada de Europa.

-conseguiste controlarte y no te hiciste con ningún plano de metro de Berlín.

-la noche del viernes pasasteis por Alexanderplatz, en obras, donde visteis el Weltzeituhr (el Reloj del Mundo), que Pablo decía que salía en una escena de El mito de Bourne (The Bourne Supremacy). Saliste eufórico del cine el día que la viste. ¡Dios, qué persecuciones más estupendas!

-cerca, la aguja de la Fernsehturm parecía sacada de una realidad paralela, de un territorio donde impera la magia.

-fija en el suelo como se hallaba, la Fernsehturm sirvió de fondo para una de las famosas autofotos de Dani.

-según testimonio de Pablo, la acristalada planta baja de la Fernsehturm era utilizada cuando él vino para la grabación de programas cutres de televisión, con chicas despelotadas. El lugar es ahora un casino. Lo digo para aquellos a los que no les interese la Fernsehturm en sí y no pierdan el tiempo acercándose.

-tras la cena en un restaurante monoocupado por chicas jóvenes estudiantes de turismo (comparación que establecisteis Rodrigo y tú basándoos en vuestra experiencia como observadores en Gandia), enfilasteis metro hacia Brandenburger Tor.

-pensabas que Brandenburger Tor sería más grande, pero oyes, no hay que menospreciarla por ello. Que por ella pasó Billy Wilder (y más gente, sí, pero a ti te emocionaba hollar unas coordenadas ocupadas por Billy Wilder).

-no muy lejos se encuentra el edificio del Reichstag, en cuya Platz der Republik se libró una modesta batalla de bolas de nieve. Tú no participaste demasiado debido a esa aprensión que tienes hacia formar parte de actividades alegres o a poder dañar a alguien.

-mala noche. Duermes poco. Desde siempre te ha costado conciliar el sueño y envidias por ello a tu padre y a tu hermano, que empiezan a roncar a los pocos segundos de acostarse. Si a ello se suma la dificultad para encontrar postura y un cerebro que no quiere dejar de discurrir a las horas más inconvenientes, el resultado son pocas horas de descanso.

-sábado por la mañana (alrededor de las 10h), visitáis el Reichstag.

-entráis en una tienda llamada Fundus Verkauf, de objetos raros y antiguos para atrezzo.

-hacia las 12:30h, Monumento al Holocausto (Denkmal für die ermordeten Juden Europas), que cuenta con un manual de comportamiento de curiosas prohibiciones.

-alzando la vista hacia el cielo gris, observas las ruinas de la Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche, destruida en 1943 y conservada en el estado en que quedó como memoria de los horrores de la guerra. También, de paso, las piernas de infarto de una chica vestida de rojo en un cartelón enorme.

-coméis pizza en algún lugar del Europa Center. Desvías la mirada del hombre de los servicios que espera que le des unos céntimos para colaborar en la limpieza y el mantenimiento del lugar y subes las escaleras de vuelta al restaurante.

-compras cigarrillos de chocolate, que parece que están prohibidos en España porque fomentan el consumo de tabaco. Crees que es una gilipollez: el consumo de cigarrillos de chocolate sólo puede fomentar el consumo de chocolate. Por el contrario, el consumo de tabaco terminaría de una vez por todas y para siempre si se diera a probar un cigarrillo entero a cada niño.

-os coláis en una librería para entrar en calor, escarbar papeles y de paso adquirir algún artículo. Te haces con un librillo de Wilhelm Busch, un dibujante alemán del s. XIX precursor del cómic.

-subida al Siegessäule (la columna de la victoria), que se alza en medio del Tiergarten desde que fuera trasladada en 1939 desde su emplazamiento original en la Platz der Republik, en una de las acciones encaminadas a transformar Berlín en Germania, que se iba a convertir según deseo de Hitler en capital del mundo tras la victoria de la revolución nacionalsocialista.

-contemplación del Tiergarten, de las avenidas que lo cruzan y de la neblina sobre Berlín.

-primera noticia del vértigo casi insuperable que padece Bea.

-hallazgo de tres coronas de cartón del Burger King y coronación los tres reyes Pablo, Rodrigo y tú mismo.

-las rutas hasta el final de un par de líneas de autobuses os sirven de cabalgata de coronación a través de las calles oscurecidas de la ciudad.

-meadita entre los arbustos y sobre la nieve en un descampado cercano a la última parada de uno de los autobuses sobre los que habéis subido. Te encanta cómo la nieve va derritiéndose hasta llegar a ver el suelo.

-abdicación de Pablo (Rodrigo todavía duró menos, y le entraba la risa cada vez que te miraba con la corona puesta).

-vuelta al albergue y duda sobre si salís a cenar o no.

-finalmente, no, y pasadas las 23h volvéis al metro porque habéis quedado para conocer la marcha nocturna con Cartxo y con los irlandeses que con él se han mudado de Dieburg a Berlín. Cartxo te ha dicho que esta noche, pagando no-sé-cuánto se puede entrar en no-sé-cuántos locales de la ciudad. Se decide probar primero con uno en el que tiene lugar un concierto de jazz.

-bajáis en la estación de Nollendorfplatz, tiráis por la primera calle que veis y Pablo se dirige a un par de chicas para preguntarles por el local llamado Trumpet. No sabéis si con mala voluntad, pero os han encaminado en el sentido contrario, pues al girar la esquina Pablo inquiere de nuevo a otra pareja que os indica daros media vuelta y volver hacia la parada de metro. Para aseguraros de que esta vez os dirigís a vuestro destino, Pablo pregunta finalmente a una prostituta, que os confirma que vais bien.

-en la puerta del Trumpet un cartel comunica que el artista de jazz está enfermo y no hay concierto. Cartxo y los irlandeses todavía están en casa, a punto de salir. Cambio de planes. Nuevo lugar de encuentro de ambos grupos: Ostkreuz.

-recuerdas que en algún momento de la noche anterior ya habíais bajado en esa estación, porque reconoces la salida, los punks, el puente y una bicicleta atada a su barandilla, aunque tu memoria no consigue ubicar temporalmente la escena ni imaginas qué pensabais hacer por esa zona de la ciudad, alejada de los lugares que visitasteis.

-en el puente sobre las vías os encontráis con Cartxo, Jason y Ross. Destino: el Lovelite en Simplonstraße, donde tocarán en directo música de los 60.

-sólo vuestras zapatillas saben las calles que se patearon esa noche hasta llegar al Lovelite. Dios... en el plano está TAN cerca de la estación que nadie comprende cómo llegasteis a dar tantas vueltas. De camino te comes, con el resto, un döner por 2 euros (¡baratísimo! Sólo por eso te sabe mejor) y una cerveza con regusto a café por 50c; no muy buena, la verdad, pero como has comprado la botella en una esquina y la paseas en la mano como un alemán alcohólico, te sientes un tanto integrado.

-hallazgo del Lovelite hacia las 2h. Vista la hora, pasais de la oferta de pagar no-sé-cuánto por no-sé-cuántos locales y pagáis sólo la entrada, de la que no recuerdas el precio.

-el Lovelite está a medio camino entre garaje y sótano mal ventilado, que la música en directo, primero, y la selección de la pinchada, después, convierten en un lugar acogedor y óptimo para bailar y pasar un buen rato.

-a la vuelta te sorprende que el metro de Berlín vaya siempre lleno. La ciudad no descansa.

-cabeceáis en vuestros asientos hasta que de alguna manera bajáis en vuestra parada, Eisenacher Straße. Tal vez sea en esta ocasión cuando salís a la calle por una boca diferente del U-Bahn y os creeis perdidos por unos minutos, pero tu estado de semiinconsciencia de entonces te impide corroborar las imágenes que de este momento acuden a tu mente. La situación se resolvió volviendo sobre vuestros pasos.

-volvéis al albergue y os acostáis a las 5:30h, con dos planes alternativos para el día siguiente.

Y con el domingo, Jordi, creo que es hora de que hables tú.

Todo lo que has dicho es cierto. Estaba retrasando la llegada a Berlín porque, debido a mi mala memoria, no recordaba qué habíamos hecho allí. Todo era un batiburrillo de imágenes, de momentos. La gente se queja de que no cuento nada, ¡pero es que mi mente es un puto caos! (Y a veces, aunque pueda parecerlo, no estoy pensando absolutamente en nada). Si me piden contar algo, no soy capaz de formular más que unas pocas frases deshiladas, que transmiten una impresión errónea de lo que he hecho (aunque acertadísima de mí mismo). Envidio a aquellos con don de palabra, que cuentan de forma entretenida, cautivadora, de principio a final, algo que han hecho o que les ha ocurrido. Yo soy incapaz: no me alcanza la inteligencia y estoy lastrado por una voz de frecuencia no audible por el oído humano que además es monótona y aburrida. En pocas palabras, no sé hablar.

Por otra parte, también está Sachsenhausen. Lugares como éste son la razón de que eligiera Alemania como destino. Más de una vez, compañeros alemanes me han preguntado por qué elegí este país para venir, y no sabía qué respuesta darles, pero sí que no podía decirles que me interesaba la 2ª Guerra Mundial. Este país vive con la lacra de ser recordado y conocido internacionalmente y para siempre por Hitler, el nazismo y la guerra. Los campos de concentración, de exterminio y el silencio.

Habíamos ido a Berlín básicamente para que Bea no fuera sola. También porque queríamos ver la ciudad en algún momento de nuestra estancia aquí, pero a ella le urgía visitarla antes de volver a España, y se le había antojado ver el busto de Nefertiti en el Altes Museum de Berlín. A mí me hacía ilusión visitar el Filmmuseum, en Potsdamer Platz, pero vimos anunciada en una revistilla sobre las actividades en Berlín que había en el albergue la visita al campo de concentración de Sachsenhausen, en las afueras, y nos pareció que podíamos ir.

La propuesta de los museos se convirtió así en el plan B para el domingo, en el caso de que no hubiéramos estado listos a tiempo para el recorrido guiado por el campo de Sachsenhausen. Faltó poco, pero no fue así y acudimos a la cita menos madrugadora del tour, a las 11h en la esquina del Starbucks de Pariser Platz (la de Brandenburger Tor).

Nevaba sobre nuestras cabezas mientras el guía (que estaba de un buenorro que echaba para atrás, según Bea) nos congregaba a su alrededor e iniciaba lo que iba a ser una magnífica labor de oratoria. Previo a partir hacia la estación de U-Bahn de Unter den Linden, nos explicó que antes de llegar al campo hablaría de cualquier cosa excepto del campo, y que una vez allí no hablaría de otra cosa más que del campo. Me impactó la frase.

Desde Unter den Linden viajamos directos hasta Oranienburg, última parada de la línea S-1. El trayecto se me hizo extraño, estábamos acercándonos a un campo de concentración nazi. De pronto, los nazis no formaban parte de una lección de historia, ni de una película, ni de una serie de televisión, ni de un tebeo del Capitán América. De pronto los nazis habían sido reales de verdad, e íbamos a visitar un lugar en el que (se) habían cometido atrocidades durante muchos años. Y eso, hasta ayer mismo.

En el andén de Oranienburg el guía nos explica lo serio que se toman aquí lo que pasó. En Alemania te encarcelan por imitar a Hitler o andar como un soldado nazi.

Tras unos minutos rondando por la estación, iniciamos camino a pie hasta el campo. Antes de llegar nos detuvimos en un pequeño monumento que conmemora la marcha de la muerte que tuvo lugar poco antes de la liberación del campo en abril de 1945 por soldados soviéticos (tres meses después de esta liberación, el servicio secreto soviético volvió a utilizar las instalaciones para los mismos fines). Una marcha de la muerte consiste en trasladar los prisioneros desde un campo a otro diferente, y se iniciaron en masa debido al avance de los ejércitos aliados en el interior de las fronteras alemanas. En el caso de Sachsenhausen, nos explicó el guía, no había campo de destino, pero la esperanza de su existencia impulsaba a los prisioneros a caminar. Por mucho que también se matara, un campo de concentración no era un campo de exterminio. No se entraba a él para morir, sino para ser explotado hasta la muerte trabajando, y la libertad era, a pesar de todo, una posibilidad. Murieron miles en esa marcha, extenuados y abandonados en la cuneta con una bala en la cabeza. Lo peor de todo es el aprovecharse de ese sentimiento de esperanza, que los soldados jugaran con la mente de los prisioneros. Porque eso indica que no eran descerebrados, sino seres humanos que conocían a la perfección con lo que estaban trabajando: con otros seres humanos. Conocían de las debilidades y esperanzas de los prisioneros porque ellos también eran humanos y conocían de las suyas. Esto es lo peor de todo.

El campo entero es ejemplo de ello. Su misma arquitectura está pensada para intimidar, para que los prisioneros se sintieran constantemente amenazados y vigilados. Sobre la puerta de entrada, apuntando continuamente al patio de revista (donde convocaban a los prisioneros hasta tres veces al día), existía una ametralladora que no fue disparada una sola vez. Pasillos de celdas distribuidos de forma que pudieran ser vigilados por el menor número de soldados. Todo regido por criterios de eficiencia aplicada a la muerte, como esas balas que se extraían del paredón de madera para ser reutilizadas.

Lo que me dejó más tocado (tanto por lo descrito como por la narración del tremendo comunicador que nos tocó de guía) fue todo el proceso que idearon los nazis para el exterminio de soldados enemigos en la Estación Z. Todo se desarrollaba a ojos de los condenados como si estuvieran pasando exámenes rutinarios que los conducirían a formar parte del contingente de prisioneros del campo, cuando en realidad a cada paso que daban se acercaban más a una muerte que les llegaba de improviso. Cada soldado nazi desempeñaba su papel en la cadena de eliminación de forma que la muerte de una sola persona suponía un trabajo en equipo de lo más retorcido. Todos y nadie eran autores de los crímenes. El soldado ha obedecido órdenes y libera con ello parte de su culpa. Quiero pensar que había culpa.

¿Por qué? Es la pregunta que nos viene a la cabeza. ¿Por qué no matar directamente? ¿Para qué tanta ceremonia? No cabe en nuestras cabezas porque no hemos vivido una guerra. En una guerra los valores se trastocan. Sachsenhausen era el campo modelo donde se entrenaban los soldados que acababan destinados a los demás campos. Aquellos que no aceptaban seguir el entrenamiento eran enviados al frente. Era matar o morir. Por supuesto que había soldados que no podían soportar tratar así a otras personas, y esos no valían. Trabajar en un campo de concentración suponía ventajas para un soldado: mejor sueldo, mejor comida y, sobre todo, no ir al frente. Algunos se lo pensaban.

Un soldado nazi, como cualquier soldado de cualquier ejército, no es sólo una máquina de matar. Es una persona con el cerebro lavado, como lo somos nosotros, que encuentra justificables unas acciones como nosotros encontramos justificables otras. ¿Cómo puede encontrarse justificable asesinar a seres humanos? De una manera muy retorcida, deshumanizándolos. Si tratas a un grupo de gente como ganado, hacinas a cuatro por cama, no les das la ropa, el alimento, el descanso ni la higiene necesarias; si la propaganda del régimen tacha a ese grupo de personas de animales, de infrahumanos; si finalmente ese grupo de personas, por como es tratado, desfallece como animales, esqueléticos e inánimes, sin rechistar, durante los trabajos forzados, un soldado puede llegar a pensar que, efectivamente, está tratando con animales y que lo mismo da uno más que uno menos. Ya vendrán más que los sustituirán para acabar el trabajo.

El guía nos lo dejó claro. Sachsenhausen no es el pasado. No es algo atroz que ya ha ocurrido pero que ahora, como somos más listos, más buenos, más altos y más guapos que antes no hacemos. No. Sachsenhausen es una llamada de atención. Sachsenhausen y tantos otros lugares de entonces y de ahora son lugares de horror construidos por el ser humano. El nazismo no es el pasado porque el nazismo no es una ideología de un momento histórico concreto. El nazismo forma parte del ser humano y lucha dentro de nosotros por salir. Y, esto es una advertencia, sigue habiendo seres humanos entre nosotros.

dissabte, d’abril 01, 2006

VAMOS A VER QUÉ SALE DE AQUÍ (5). BERLÍN.

(Nota: lo sé, pasa una mosca, me entretengo y me olvido de que tengo un blog por aquí. Pero tras la mudanza he parado poco por casa, entre la inauguración del piso y las vueltas yendo de compras y buscando y pensando qué le preparábamos a Bea, que se nos fue el miércoles. Que sí, que sé que querías irte sin hacer ruido (algo hiciste, muchas gracias), pero no íbamos a dejar que te fueras con las manos vacías. Ya contaré todo esto en su momento, espero, aunque “su momento” haya pasado. Antes tengo una serie que continuar).

10 de marzo de 2006, 16:30h. Jamás en la vida habría imaginado que me iba a tocar algún día entrar conduciendo a Berlín. Pero jamás. Pero jamás jamás. Y sin embargo así ha sido, qué cosas. Cuando faltaba menos de una hora para llegar a la ciudad, ya todo estaba nevado a ambos lados de la carretera y habíamos entrado en una nubecilla baja, de éstas que añaden encanto a la conducción por carretera. Estábamos llegando. A Berlín. Yo solito reduje la velocidad porque los brillos del asfalto podían ser hielo, pero Dani tuvo que avisarme de que iba a ser conveniente encender la luz de posición, por aquello de ser vistos y eso. Y claro, te dicen “a tu izquierda, a tu izquierda”, ¿y quién va a pensar que entre el volante y la puerta queda espacio para una ruedita para zurdos? Pues la hay, y si se gira se encienden las luces, mira por dónde. Y se apagan.

No tengo ni idea de por dónde entramos a Berlín. En algún momento debieron de dejar de concordar las señales de la vida real con las letras y los números impresos del Routenplaner de ViaMichelin y empezamos a obedecer los carteles de Stadtmitte. Y allá que íbamos. Y llegamos tan allá que allá llegamos, que pasamos por la rotonda del Siegessäule y después tuvimos que girar al sur, siguiendo flechicas que nos llevaran a Schöneberg, el barrio de destino en cuestión.

Como mi magnífica guía tiene plano de Berlín pero no callejero, ahí estaba Pablo como loco buscando dónde estábamos. Me parece sorprendente que algo tan abstracto como un plano pueda ser interpretado hasta llegar a la frase:

-“Vale, que no panda el cúnico, estamos aquí”.

-“Eso ya lo sabía”.

-“¡No! Estamos aquí... respecto de aquí”.

Y es entonces cuando a uno se le expande e ilumina la mente, porque eso es lo que hace un plano: nos da una visión de un lugar desconocido, una misión, un destino. El plano nos habla: “Ahora sabéis vuestro destino, jóvenes aventureros. Cómo lleguéis es cosa vuestra. Podéis elegir el camino más corto o dar un rodeo, pero cuando os alejéis de la meta, sabréis que os estáis alejando, y cuando os acerquéis a ella, sentiréis radiante el calor de la verdad”.

-“Jordi, como no se calle ya tu puto mapa lo tiro por la ventana”.

-“¡No, déjalo! El mapa es bueno, ya se calla. Él es la luz, Él el camino, Él nuestro guía, nuestro sendero”.

-“¿Te callarás tú también?”.

-“Ya mismo”.