dilluns, de gener 30, 2006

INFORME DE CAMPO

Se me ordenó seguir al sujeto JCD, un idiota que se hace llamar Senador Lombrith desde uno de esos numerosos días en que le patinaron las neuronas con otra de sus “geniales” ocurrencias, y transcribo aquí el resultado de las últimas observaciones, a partir de imágenes obtenidas por la cámara emplazada en su habitación:

-Vamos a ver. ¿Qué está pasando aquí? Este blog está pero que muy parado. Prometiste ir corrigiendo y colgando las crónicas anteriores durante las navidades pero aquí no se mueve nada. Y mira a qué fechas estamos ya.

-Bueno... algo he estado colgando.

-Pero a un ritmo que sólo se puede definir como agonizante. ¿Te has quedado sin ideas, en el caso de que alguna vez las hayas tenido?

-He estado un tanto bloqueado últimamente. Pero no ha sido sólo eso. En navidades, por ejemplo, estuve bastante ocupado.

-Ah, ¿ahora salir de fiesta es “estar bastante ocupado”?

-No ha sido exactamente “salir de fiesta”. Prefiero llamarlo “reencuentros y bienvenidas”.

-Yap.

-Y además, además... ¡me salió lo de la peli!

-¿Qué peli?

-La de los Borja.

-Ah, eso.

-Toda la segunda semana en València se me fue con eso. Resulta que cuando llegaron los de la peli a Gandia hablaron con un chico que trabaja en el Palau Ducal y le preguntaron si conocía a alguien que pudiera hacerles de meritorio de producción. Ese puesto lo consiguió Pau, un amigo de clase. Yo estuve a poco de ser el otro meritorio que necesitaban, pero antes de que Pau les dijera nada encontraron a una chica de València que estudia ambientales en Gandia. Como se iba a rodar tanto en Gandia como en València necesitaban dos personas que se conocieran las ciudades para guiar al equipo, hacer de taxista, ir a sitios y comprar cosas (vamos, un mandao). A mí me hubiera tocado ser el meritorio de València, y aunque lo de la chica de ambientales no dejaba de parecerme intrusismo, me di cuenta de que en cierto sentido me libré de serlo, la verdad, porque no conozco la ciudad y no habría funcionado. En cambio, Pau nos consiguió, tanto a David, otro amigo de clase, como a mí, trabajo como machacas en el equipo de decoración. Él empezó el viernes 23, y empalmó de la fies... esto, de la “despedida de clase hasta después de Navidad” de la noche anterior.
Cuando empecé el lunes siguiente, David y otros dos chicos ya casi habían cubierto de tierra todo el patio de armas del Palau y habían alzado un montón de paja para cubrir un pozo que a los de decoración les parecía muy moderno. Ese día terminamos de distribuir la tierra, esparcimos paja y heno por encima y colocamos el atrezzo. Los de efectos especiales prepararon las antorchas de las paredes, tres braseros y una fogata en el centro. Por la tarde llegó el equipo de rodaje y cuando oscureció empezaron a filmar. Nosotros no nos quedamos mucho tiempo a ver el rodaje porque nos habían dicho que teníamos que estar a las 8:30h de la mañana siguiente en el Palau de la Generalitat de València, para preparar los escenarios de miércoles, jueves y viernes.
El martes encontramos el recibidor del Palau de València lleno de muebles, telas, alfombras y demás atrezzo y útiles del rodaje. Ese día aprendí las palabras jamuga y hachero.
La película ya se había rodado casi toda en Italia, con equipo italiano, y el español había, literalmente, “heredado el marrón”. La semana previa a Navidad era la última, de cinco, de trabajo en España. El equipo había contado sólo con una semana para organizar las cuatro de rodaje, primero en el castillo de Olite, en Navarra, y después en Gandia y en València. Además, las localizaciones naturales tanto en Gandia como en Valencia eran algo así como “imposiciones políticas”. Por imperativos de producción (como la película va sobre los Borja, es fácil que haya dinero valenciano de por medio), tenía que rodarse parte en València, y los de decoración no pudieron examinar las localizaciones hasta que no llegaron a ellas. No eran las óptimas, y las escenas previstas podrían haberse rodado mejor en cualquier otra parte, pero era lo que había y se hizo lo que se pudo.
No había, por tanto, un diseño de producción definido, y los de decoración llegaron a las localizaciones cargados de atrezzo que tenían que colocar lo mejor que supieran. Y ahí es donde entramos nosotros. No sé quién descargó todo el atrezzo en el Palau de València, pero a nosotros nos tocó devolver gran parte de él a los camiones, porque no se utilizó ni la mitad de la mitad de los muebles.
Veíamos discutir a los de decoración sobre cómo podían tapar una estatua de Benlliure que había en un rincón al lado de la puerta; una estatua que no se esperaban y que no querían en la película. Los de patrimonio habían ordenado que aquello no se podía mover, y al final la cubrieron con un tapiz colgado de una estructura de madera.
Vimos mucha improvisación, y una manera de decorar nada cinematográfica. No tenían ni idea de dónde plantaría la cámara el director, y eso les obligaba a ambientar las cuatro paredes, desperdiciando nuestras fuerzas y nuestro tiempo, que podíamos haber estado invirtiendo en el bar tomando un par de cafés o un tercer bocadillo, todo a cargo de producción.
Pues eso, el martes estuvimos en València. Y miércoles y jueves paleando y carretillando tierra para devolver al Palau su aspecto original. Si algo aprendimos de todo aquello fue que la preproducción y la postproducción existen para prever y resolver los errores que se cometen durante la producción. Parece una enseñanza muy tonta, pero es que el periodo de rodaje te priva de dos cosas: tiempo para pensar y capacidad para hacerlo. Esto no nos viene de nuevo, nosotros ya habíamos rodado a contrarreloj, pero ver en los profesionales errores nuestros te hace pensar. En Navarra se les olvidó, por ejemplo, rodar un contraplano que tuvieron que reconstruir en un monte cerca de Xeresa el martes. A saber lo que sale de ahí.
También nos quedó claro que jamás de los jamases dejaremos que un equipo de rodaje entre en nuestra casa. Y si tal vez esta conclusión llega un poco tarde para mí, además de que aunque no quiera le haré oídos sordos (si la gente del mundillo no deja rodar a la gente del mundillo en su casa; es más: si la propia gente del mundillo no rueda en sus propias casas, ¿dónde va a ir a parar el mundillo?), espero que llegue a tiempo para aquella población inconsciente que atribuye a “los del cine” la posesión de poderes ilimitados y acceso prioritario a lugares vetados a los mortales. Lo hemos visto: “los del cine” llegan con camiones de tierra y los vacían en el patio de armas de un palacio de 700 años para darle un aspecto de cuadra que jamás habrá tenido. Porque, ésa es otra (y grande): se vienen a rodar al Palau Ducal de los Borja una película sobre los Borja, pero resulta que la escena que ruedan en el Palau Ducal de los Borja ocurre en Nápoles. Que tiene cojones, ya me dirás. Una tierra, además, que no pudimos quitar del todo y que va a tardar años en irse, si se va alguna vez. Lo hemos vivido: dejan que peones primerizos, unos pringaos, que sólo llevan un par de días trabajando “en eso del cine” (y por tanto ya forman parte a los ojos del público como “gente del cine”), rayen el suelo del patio con la punta de las palas.
No es sólo que la gente considere a “los del cine” como de otra clase. “Los del cine”, sabedores de la fascinación que provocan, creen que unos ilusionados estudiantes de último curso de Comunicación Audiovisual estarán dispuestos a cualquier cosa con tal de “trabajar en el cine”. Y ahí estamos nosotros, Pau, David y yo, ilusionados estudiantes de último curso de Comunicación Audiovisual que ven a “los del cine” como semidioses, dispuestos a cualquier cosa con tal de “trabajar en el cine”. Por lo que tuvo todo de experiencia y aprendizaje, podríamos haber dicho: “No, no. Yo trabajo gratis. Sin ningún problema”. No lo dijimos. Pero ellos tampoco nos respondieron lo que tenían en mente: “Si vas a trabajar gratis igualmente, chaval”. Cierto. Un mes después, hemos reconstruido los hechos: los del equipo de producción de la película pidieron una lista de los pringaos de Gandia y alrededores, pero no les hizo falta, pues nada más vernos dijeron: “Éstos. Éstos son. A éstos se la clavamos”.
Primero nos dijeron que nos iban a pagar en mano. Que si por jornada. Que si el último día. Que si acabábamos el miércoles. Que si luego era hasta el viernes. La última noche, para joder, nos pidieron nuestros datos para enviarnos una transferencia. Que si llamar a casa para que nos dicten el número de la cuenta. Que si cobraríamos el lunes o el martes siguiente. Nada. Ese martes volvimos al hotel de la playa donde había estado alojado el equipo. Tras una hora alimentándome de sobres de azúcar hurtados de la barra de la cafetería que hay en recepción, un mensajero trajo un sobre con nuestros contratos.

-Un momento... ¿qué has dicho del azúcar?

-Pues que pillé a hurtadillas, como quien no quiere la cosa, un par de sobres de azúcar y me los chaqué a palo seco. Es que me he dado cuenta de que en algo sí he cambiado en Alemania. Me he hecho adicto al chocolate y he acostumbrado a mi organismo a unos niveles de azúcar que nunca había conocido. Y, claro, tengo que mantenerlos.

-Pero tú estás enfermo.

-Dime algo que no sepa. ¿Sigo?

-Por favor.

-Nos habían prometido 60 euros al día. Si había trabajado cinco días me correspondían por tanto 300 euros, y tal era la cifra que constaba en el contrato. Pero (siempre hay un pero) en los contratos de quien había trabajado un día más que yo no se sumaba un jornal más a esa cantidad, sino tres, pues contaban los días de fin de semana que no habían trabajado. Yo iba a cobrar lo convenido, sin las horas extras que hicimos, pero no podía evitar la sensación de que alguien me la estaba pegando (más todavía). Así, sin ganas, firmamos el contrato para acabar de una vez por todas con esa historia. Y todavía no hemos cobrado.

-Eso del rodaje sólo te llevó cinco días. Estuviste tres semanas enteras. ¿Qué más hiciste para “estar bastante ocupado”?

-No fue sólo estar ocupado, sino un poco de todo. Mi primera impresión al llegar se centró en los problemas de tráfico de València, que habían dificultado a mi padre dejar el coche en el aparcamiento. Y al entrar en Gandia me di cuenta de lo fea y sucia que era. Me gusta vivir allí porque mira, he crecido allí y el ser humano se acostumbra a todo, pero no motiva.
Al poco de llegar a casa mis padres me dijeron que uno de nuestros gatos, un macho gris precioso, había vuelto a casa herido el sábado anterior. Tenía la pata delantera izquierda muy inflamada e infectada, con heridas abiertas. Aún así, podía caminar y comía con apetito. Al día siguiente le vi mejor la herida y no tenía un aspecto nada agradable. No había visto nada parecido en gatos vivos.
Tenemos muchos animales, pero en casa somos demasiado dejados en estos casos, de lo que no estoy orgulloso, así que no hicimos nada de inmediato. El jueves mi padre y yo llevamos el gato al veterinario y al día siguiente le amputaron la pata porque de tan necrosada como estaba no había nada que salvar. Yo esperaba que mi madre decidiera sacrificarlo, pero le dio pena y accedió a la operación. Ahora es un gato histórico en casa: un gato de tres patas. Y aunque el verlo así pueda impresionar a algunos, se está recuperando muy bien. Conserva las patas traseras, y con alimento y reposo recuperará la potencia y la musculatura que tenía. Ya es capaz de nuevo de saltar muros. ¡Y qué cojones! Está vivo.
La naturaleza es una bicha de lo más lista. Nos da dos piernas por si perdemos una. Dos brazos para que sólo con uno podamos seguir llevándonos alimento a la boca y limpiarnos. Dos ojos, no sólo para que la mejor visión de uno de ellos compense las posibles carencias del otro, también para poder quedarnos tuertos. Dos oídos para quedarnos sordos de uno de ellos. Dos pulmones, dos riñones, dos trompas. Ya digo: muy previsora.

-Eso te viene muy bien, ¿no? Quiero decir: haber nacido con forma humana.

-No siempre. Está muy bien eso de experimentar con los límites del cuerpo físico: correr, caer, herirse, trepar árboles... pero al nacer también se me dotó de una personalidad y de unos sentimientos que son de lo más frustrantes. Si quieres después volvemos sobre el tema. Ahora no me apetece.

-De acuerdo. ¿Qué más pasó?

-Mira, en septiembre yo tenía un pijama bueno y un pijama malo. A Alemania me traje el bueno (que tampoco es nada del otro mundo; “bueno”, en mi jerga de pijamas, significa que es de mi talla y no tiene agujeros), y no volví a cargar con él de regreso porque contaba con que en casa me esperara el malo. No fue así. La primera noche no encontré el malo por ninguna parte (atribuyo el hecho al agente conocido como Mamá), así que pasé las navidades con los pantalones de un pijama viejo que me venían grandes y la parte de arriba de otro.

-¿Esto a qué viene?

-Quería contarlo, sin más. El martes casi no salí de casa. Tenía la cama cubierta de papeles, trastos por ordenar y la maleta todavía a medio deshacer. Además, me apetecía volver a escuchar música. Esa tarde me llamó Eva y quedamos para comer al día siguiente en la universidad. Vi entonces de nuevo a Pau R., a Carol, a Eva, a Joan, a Roman, a Marta, a Gemma, a Silvia, a Álex (y conocí a su novio Víctor), a Pau P., a Anna Mari (espero no dejarme a nadie). Me alegraba mucho verlos a todos, y casi no hablaba por quedarme contemplándolos.
Hablaban de asignaturas, de trabajos, de profesores que no tengo o no conozco. Por suerte, me estaba librando de padecer por segunda vez a Galactus, La Devoradora de Mundos (no me libraría, sin embargo, de verla, pues se ha mudado a Gandia y se pasó por el rodaje), la peor profesora de la carrera. La vida seguía. También sigue para mí, lejos de ellos.
Si algo soy es un desagradecido. Aunque muchas (demasiadas) veces no lo parezca, me gusta València y tengo en mente muchos proyectos que sólo tiene sentido hacer allí, pero no la echo de menos. Necesitaba alejarme de ella. Y aunque sí piense a menudo en los amigos y en los momentos vividos con ellos, a pesar de que me guste la carrera, no siento nostalgia de la universidad.
Esa noche de miércoles hicimos una cena de bocadillo en el nuevo piso de Joan (en el que ha vivido Raúl todos estos años), con amigo invisible incluido. Vi por fin a David, quien casualmente me regaló algo con lo que me enterrarán.
Una ronda tras otra, el alcohol se me subió a la cabeza. Bajamos a Varadero (que pisaba por primera vez), pero Pau y yo no estuvimos mucho rato porque él empezaba al día siguiente como meritorio y me había traído en coche. El jueves volví a salir.

-No paraste, ¿eh?

-No, pero tranquilo, que esa noche no la voy a contar para no alargarlo más (tal vez vuelva sobre ella en otra ocasión; todavía me resulta difícil expresar lo a gusto que me sentía). Sólo comunicar desde aquí que Gandi está conmigo, pero sigue tristón.
Esa noche me jodí la voz (ya sabes: la puta humedad de las 6 de la mañana en la playa), que ya no recuperaría del todo hasta el fin de semana de reyes. Muchos alemanes tienen la intención o el deseo de ir a València. Pobres. El clima de València es una mierda. Especialmente el de la Safor, que es un microclima tropical. Creen que vamos en bañador todo el año, cuando lo cierto es que debido a la puta humedad el frío es peor que el de Darmstadt al menos. Por la noche, paseando entre los huertos, la humedad te atraviesa y te congela. Tenemos incluso frío dentro de casa. Aquí no saben lo que es el viento ni la humedad, y no saben lo afortunados que son. Con 0ºC todo el día se pasa el mismo frío (vale, descontando la nariz) que en València con 12ºC. Horrible.
De verdad que València me puso enfermo. No sólo el clima. Nunca había odiado tanto la ciudad como cuando la visité el día de reyes. No sólo es una ciudad fea y sucia (tanto o más que Gandia), sino que además es valenciana. Cerca de la plaza del ayuntamiento oí unas campanas que daban la hora con el Himno de València (mucho más feo que el de España, además de hortera y fascista) y se me revolvieron las tripas con odio. El himno me parece de lo peor que se ha escrito y compuesto jamás ya desde la primera vez que lo oí y aprendí la letra, creo que en cuarto de EGB, pero no me había sentido nunca así. Me dicen que está todo en mi mente. Que he enfermado de pensarlo tanto, pero algo hay. La humedad y el viento son ciertos. Y los políticos que tenemos también. Y no quiero estar en el mismo país que ellos. Al menos durante un tiempo. Durante las vacaciones Pau me dijo que si no me quejo no soy yo. Pues yo voy a seguir quejándome, ea. Pero otro día, que si no se me agria el corazón y no puedo dormir.

-¿Ya te vas a dormir?

-Queda poco por contar. Cuando mi clase acabe los exámenes en febrero, Rubén y Pau iniciarán los ciclos del cineclub del segundo cuatrimestre. Nos reunimos los tres un par de veces para concretar las películas y repartir la tarea de los textos. Con todo el trabajo que lleva es bastante frustrante que aparezca tan poca gente. Está claro que nos encargamos del cineclub por amor al arte, y que nos tomamos tantas molestias porque queremos hacer las cosas lo mejor posible, pero no lo hacemos sólo para nosotros. El cineclub no tiene sentido sin público. Por mucho amor que le pongamos (y cada semana repartimos amor; que no novia, no vaya nadie a venir equivocado), desanima que venga poca gente o incluso nadie. Yo creo en el cineclub. El cineclub es un servicio público. Proyectamos películas en una pantalla grande (grande talqueasín, tampoco mucho) y en sala semioscura, para mayor goce de todos y apreciación de la obra. Y si la ves por segunda o tercera vez, ni te digo.
Para cumplir con el pequeño papel que tengo este año en el cineclub he cargado con las películas que me toca comentar y otras que son debilidades personales. Se me ha quedado la espina clavada de no traerme Meet in St.Louis ni The Searchers para poder volver a encandilarme con cómo ama con la cámara Vincente Minnelli a Judy Garland, o para reírme de nuevo con los celos que siente Vera Miles cuando lee la carta que le envía Jeffrey Hunter en la que le dice que se ha casado con una india. Tengo que decir que no podría haberme traído ni la mitad de películas si mi hermano no hubiera tenido la paciencia de copiarlas, porque yo no contaba con tiempo para ello.

-¿Pirateas películas?

-No, por favor. Lo mío son todo copias privadas. He cargado con demasiadas, creo ahora. También he vuelto a cometer el error de cargar con más libros de los que soy capaz de leer. Total, que ahora tengo tanto trasto que no sé cómo me las arreglaré en el caso de una eventual mudanza. Las siguientes semanas se presentan intensas por lo de las prácticas y porque no sé qué techo me cobijará en marzo.

-De eso no has dicho nada todavía.

-Ya lo explicaré.

-¿Es uno de esos “ya lo explicaré” tuyos?

-Mmmm..., sip.

-Pues vale.


-Aquí concluye la parte inteligible que he conseguido transcribir. Tras ella en la grabación se observa cómo el sujeto empieza a dar vueltas sobre sí mismo en alguna especie de danza ritual. Hasta que tropieza con el borde de la cama, se golpea la cabeza contra el lavabo y cae al suelo. A partir de ahí es la misma imagen durante horas, hasta que se oscurece la habitación.

-¿Me lo parece a mí o ha estado hablando solo todo el rato?

-Es peor de lo que temíamos. Hay que actuar ya. De lo contrario se nos puede ir de las manos.

-Sin duda no se puede conocer el origen de los males del universo y no ponerle remedio.

divendres, de gener 20, 2006

Crónica del 20-octubre-2005; YOSÉQUEESUNBUENDÍAYNADAMELOVAAARRUINAR

J. me recibe despeinado (su mata podría albergar un nido de ratas y no saberlo), en pijama y con una taza de cappuccino aguado en la mano. Dice que no se acordaba de nuestra cita, que como no tiene ordenador ni internet no se entera de las cosas o se entera tarde. Me deja pasar, sin embargo, cuando le hago memoria de mi identidad, en compensación por los momentos de felicidad que mi revista, recuerda, le provocó en su infancia.
En el tiempo en que se realizó esta entrevista, pasaban pocos días desde el peor que J. ha vivido desde su llegada a Alemania. Ahora se encuentra mucho mejor, e incluso me ha llamado para que no la publiquemos, pero como que no vamos a hacerle mucho caso (la verdad, es lo mejor para mantenerse cuerdo) y aquí la ofrecemos por su alto valor documental, ciertamente mayor que las últimas chorradas que se le han ocurrido y que ha hecho pasar por crónicas.

DMD: ¿Qué ocurrió el pasado sábado 15 de octubre para que le dejara así de deshecho?

J: Salí de casa.

DMD: ¿No puede ser más específico?

J: Fui a Frankfurt.

DMD: ¡Dios! Su madre estaba en lo cierto cuando me advirtió que tendría que sacarle las palabras con un cordel, estirando poco a poco.

J: ¿Ha hablado con mi madre? ¿Cuándo?

DMD: Forma parte del proceso habitual de documentación para cualquier entrevista. Está en el libro de estilo.

J: Suena raro, la verdad. ¡No le diga dónde vivo! Ni cómo. Se querría venir.

DMD: Su madre nos habló de una conversación telefónica que mantuvieron el día de la excursión a Zwingenberg, poco después de bajar usted del tranvía.

J: Es cierto. Pero llamar a aquello conversación es ser muy generoso. Con ella cualquier asunto se convierte en discusión.

DMD: Usted estuvo a punto de colgarla.

J: ¿Se lo ha dicho? Fue un momento tenso. La historia se remonta a entonces, es cierto. Si quiere saber todo lo que pasó en Frankfurt el sábado, hay que empezar por lo que ocurrió el mes pasado; tiene razón en preguntármelo.
Discutimos sobre los códigos que me dieron al abrir la cuenta en el Deutsche Bank, necesarios para que pudieran enviarme una transferencia desde España. Estaban correctos, pero ella insistía en que faltaban dos números, y que por eso había fallado el primer intento de transferencia. ¿Qué culpa tengo de que los del Bancaixa del Hospital sean unos ineptos? Liaron a mi madre contra mí. Y todos me vieron gritar al teléfono. Mis planes de empezar una vida nueva alrededor de gente que me tomara por alguien cuerdo y sensato se fueron en ese momento al carajo.

DMD: Los números estaban bien.

J: Perfectamente. La transferencia me llegó a la semana siguiente, al segundo intento. Pero llegó tarde, ya que había calculado los plazos para poder pagar la primera mensualidad del alquiler ya desde dinero del Deutsche. Tuve entonces que usar mi Visa para sacar dinero, pagando 9 euros de comisión, si no quería verme en la calle.

DMD: ¿Y después?

J: Después fui a Frankfurt. Pero no el día 15, sino el sábado anterior, el 8. Había quedado con una amiga, Yasmina, que ahora vive allí, para tomar algo y que me ayudara con el contrato del móvil y a elegir un abrigo.
Pues bien. Resulta que no pude cerrar el contrato ese día porque todavía, un mes después de haber abierto la cuenta, no tenía la tarjeta. Me mosqueaba porque todos los demás ya habían recibido todas las cartas del banco.

DMD: Y usted no.

J: Y yo no. A la semana siguiente pasé por el banco y me quejé del retraso. De que sólo había recibido la [tarjeta] dorada -que no pensaba utilizar- y un PIN. A los dos días recibí la tarjeta en casa. Y al siguiente sábado volví a Frankfurt, dispuesto a acabar lo que había dejado a medias el fin de semana anterior.

DMD: Cosa que hizo.

J: Sí, pero me tocó los huevos bastante. Primero, la oferta de un móvil por 1 euro del día 8 por abrir el contrato ya se había acabado. Ahora me ofrecían el mismo móvil por 39 euros. Seguía siendo un precio muy bueno, y yo necesitaba un móvil alemán, así que cerré el contrato.

DMD: En alemán.

J: Sí, hijo, sí. Tuve que entenderme en alemán. La mitad del trabajo ya lo había hecho Yasmina la vez anterior, y desde aquí se lo agradezco. Yo solo habría estado en el infierno. Uno se siente inútil cuando no puede comunicarse.

DMD: ¿Por qué, entonces, eligió venir a Alemania, si no conocía el idioma?

J: Por eso precisamente. El francés, el italiano y el portugués son lenguas familiares a nosotros. E incluso el inglés tiene muchas de nuestras estructuras; el alemán es otro mundo.

DMD: Se lo vuelvo a preguntar: ¿por qué?

J: Hay una viñeta de flashback en el número 2 de “Las aventuras del joven Indiana Jones” en la que se recuerda el encuentro en el primer número del joven Indy con T. E. Lawrence [de Arabia]. En ella aparece Lawrence despidiéndose de Indy y de su niñera, montado en su moto y alejándose de ellos, levantando una nube de arena tras de sí. En el globo de texto, Lawrence dice algo así como: “¡Indy! ¡Donde vayas, aprende el idioma! ¡El idioma es la clave!” Esa frase se me quedó grabada, cuando la leí con 12 o 13 años.

DMD: ¿En eso consiste su bagaje cultural? ¿En citar de un tebeo que es la adaptación de una serie de televisión que a su vez es hija del éxito de una trilogía del cine ochentero de aventuras?

J: Yo he hecho lo que he podido.

DMD: Recuperemos el hilo. Se compró un móvil. Que no está nada mal, por cierto.

J: Sí.

DMD: Y tiene radio.

J: Eehmm... sí.

DMD: ¿Qué ha pasado con aquello que dijo de que la radio es una máquina de control mental?

J: Cuando dije eso creo que fui malinterpretado.

DMD: Y un huevo. Estaba bien claro. Cito literalmente: ...

J: ¡Está bien! ¡Caí! ¿Qué pasa?

DMD: Nada, nada.

J: ¡Soy humano! Y lo que dije sigue siendo cierto. Es un instrumento de dominación en cuanto nos integra en la maquinaria de la sociedad. Introduce en nuestras mentes noticias para que estemos preocupados y cancioncitas para que nos despreocupemos.

DMD: Ya.

Me cuesta, pero consigo que deje a un lado el estado totalitario, el fascismo de los gobiernos actuales y la democracia de ficción para que me enseñe su estupendo móvil con radio. Incluso me canta el estribillo de una canción que le ha enamorado a la primera escucha (tal y como le ocurrió con el Aserejé en mayo de 2002): “Bitte gib mir nur ein Wort, bitte gib mir nur ein Wort” (o algo así), de un grupo que parece que se llama Wir Sind Helden. Lo sabe porque el móvil (agárrate, Manuel) tiene RDS. Bailando encima de la estantería, con los auriculares puestos, no para de repetir: “¡El futuro, tío, vivo en el futuro!”.

J: El caso es que no me dieron el móvil enseguida. Tuve que esperar como hora y media por algún rollo del satélite. Nos vigilan, tío, nos vigilan. Es lo que yo te digo: el estado totalitario.

Aprovecho que su mente se ha ido de nuevo de la habitación para sacar un pelo de 20 centímetros (que sólo puede ser suyo) de la taza de líquido marrón grisáceo que él asegura que es café y que me ha servido mientras recordaba el episodio de Zwingenberg. Cuando vuelve en sí, continúa.

J: Utilicé ese tiempo para bajar a la tienda de ropa y buscar el plumas que ya tenía elegido. Sólo recordaba que tenía los bolsillos calentitos y que la capucha estaba dentro de una cremallera, así que me costó un poco identificarlo.

DMD: ¿Lo tenía ya elegido y no recordaba cuál era?

J: Sí, hijo, sí. Debí nacer con retraso mental o algo, porque sino no me explico lo de mi memoria. El caso es que lo encontré, pero sin estar seguro del todo de si la vez anterior me gustaba más en negro o en gris. Ese día elegí el gris, en todo caso, y cuando fui a pagarlo con la tarjeta del Deutsche no me la aceptaron. No iba. Por si acaso, yo había sacado el pasaporte en vez del DNI para que comprobaran mi identidad, ya que la foto del pasaporte es de este año, y vieran que sí, que tengo cara de terrorista, pero que mi misma cara de terrorista aparece también en el pasaporte, con lo que yo quería dar a entender al dependiente que sí, soy un terrorista, pero honrado.
La tarjeta no iba. Me sentí completamente expulsado del capitalismo. Tenía tarjeta. Tenía dinero. Quería pagar y poner mi grano de arena en la lucha del opresor contra el oprimido, quería colaborar en la explotación del tercer mundo. Me fue negado.
Volví a la calle para buscar un cajero del Deutsche y pagar en metálico. Como no tenía ni idea de dónde encontrar uno, anduve directo hacia la sede del Deutsche, que se ve desde lejos. Ahí había un cajero, así que probé la tarjeta.

DMD: ¿No la había probado antes?

J: La noche anterior, precisamente, antes de Falstaff. No saqué dinero, pero pude consultar el saldo, así que la tarjeta iba bien. Y el dinero estaba. En Frankfurt tecleé el único PIN que tenía y no funcionó. Aquello fue el colmo. Por unos minutos envié a la mierda mi lema chino y me cagué en las torres gemelas del Deutsche Bank de Frankfurt. Aquello no me podía estar pasando. Llevaba más de un mes en Alemania y no tenía arreglado lo del banco.
Después me serené. Volví a la tienda y pagué con la Visa sin ningún problema. Volví también a la tienda de teléfonos y pagué el móvil. Para ello gasté los últimos 40 euros que llevaba en la cartera. No saqué la del Deutsche no tanto porque con ella no pudiera pagar sino porque ya le había dicho al chico, para poder cerrar el contrato, que la tarjeta era buena; y no saqué la Visa para que no pensara: “Si tiene una tarjeta alemana, ¿por qué me paga con la española?”.
Ho sé, sóc un cagadubtes. Total, al día siguiente era domingo y no iba a necesitar el dinero.

DMD: Pero si se quedaba sin dinero, ¿cómo iba a pasar la semana siguiente?

J: Tenía tarjeta, pero no PIN. Podía sacar dinero, pero no cuando quisiera: sólo de la ventanilla en horario de oficina. Es lo que hice el lunes cuando fui a quejarme por enésima vez.

DMD: En este punto del día, entonces, había conseguido los objetivos planteados.

J: De una manera extraña, pero así era. Aun así, el día no había terminado. Fui a la estación y me subí al tren de las ocho menos cuarto. Cuando pasó el revisor y le enseñé el Studienausweis me dijo que no era válido en el Intercity. Yo no lo sabía. De hecho, ya había subido al IC antes (y no había sido el único), pero ese día me pillaron. En el monedero sólo me quedaba chatarra, tras haber dejado mi capital en la tienda de móviles, y no me llegaba para pagar los 9,60 euros que cuestan los 15 minutos de mierda de tren que hay entre Frankfurt y Darmstadt. Tampoco me aceptó la Visa porque su máquina no la reconocía, así que me hizo una factura para que pagara por el banco, en la que mi nombre figura como Deltoro Jordicano (es que ni copiar sabía el hombre). Con todo el jaleo del revisor, no atiendo a la megafonía y me doy cuenta demasiado tarde de que hemos parado en Darmstadt. Recojo todo lo mío y corro hacia las puertas, pero ya no las puedo abrir y me quedo dentro. De pie en el pasillo, cojo aire y pienso que tal vez esto es lo que llaman un día redondo, con un agujero en el centro que succiona la buena suerte a mi alrededor.
Me bajo en la siguiente estación, Bensheim, en una repetición del episodio de Weiterstadt. Había mejoras: tenía un plumas para el frío, que estrené en ese momento, y luz y un banco para leer. Aprovecho para aconsejar a los que pretendan viajar que lleven con ellos un libro, uno gordo. Yo he leído buena parte del que tengo ahora esperando, o dentro del tren y del autobús. Hace desaparecer la sensación de estar perdiendo el tiempo.
En Bensheim esperé cerca de una hora hasta el siguiente tren que iba a Darmstadt. Y en Luisenplatz me volví a sentar para esperar el autobús a Dieburg. Mientras acababa de leer en la parada cubierta la quinta parte de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon (quien junto a David Foster Wallace y Chuck Palahniuk está revitalizando la literatura estadounidense fuera de los bestsellers de género), cerca a mi derecha se sentó un chico vestido con una gabardina negra, que colocó su bicicleta delante de sus rodillas. Un ruido extraño y familiar a la vez que procedía del chico me desconcentraba de la lectura. Un metálico clic, clic-clic. Una bolsa que colgaba del manillar se interponía en mi campo de visión y me ocultaba aquello que estaba manipulando. Me decía: “Vale. Jordi, piensa. Piensa. ¿Qué cojones es eso? Piensa, piensa piensa”. Una pistola, eso era. Estaba tocando algo del cañón. Vi cómo sacaba el cargador de la culata. Lo que me faltaba. “Vale, Jordi. Ahora mismo vas a hacer como que no has visto nada, vas a cerrar el libro y a levantarte disimuladamente. Y te vas por patas”. Vale que podía haber sido una pistola de paint-ball, pero con mi suerte no lo creo. Y estaba lo suficientemente sugestionado por los acontecimientos del día como para no querer averiguarlo. Me dije que si él estaba esperando mi autobús y lo cogía, yo me subía en el siguiente. Eso fue justo lo que pasó, así que estuve dando vueltas hasta que volví en el que salió a las 23:25h.

Entonces, silencio. J. se queda callado varios segundos y deduzco que ahí terminó su jornada.

DMD: Menudo día.

J: Menudo día, sí.

DMD: Y después de todo lo que le ha pasado, ¿cómo le quedan ánimos para sentarse y escribir uno de sus textos durante unas cuantas noches?

J: Si no fuera por el humor (y las películas que me quedan por ver, y los libros y tebeos por leer; y las mujeres, luz del mundo y sal de la tierra), hace tiempo que me habría descerrajado un tiro en la cabeza.
En una tira, o tal vez en una de esas preciosas e imaginativas planchas dominicales en color que Bill Watterson dibujaba para Calvin & Hobbes, el autor ponía en boca de uno de los dos personajes, no recuerdo cuál, que la naturaleza nos ha dado el humor para que podamos soportar la existencia. Bueno, por supuesto Watterson no es el único que lo dice, pero siempre es mejor citar a los poetas.
Hay otra tira, esta vez de Peanuts, en la que Schulz dibuja a Charlie Brown solo en su habitación, acostado despierto en la cama, pensando algo así como: “A veces, por las noches, me despierto y me pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? Y oigo una voz que me responde: “¿Y a quién sino?”. Así me siento yo muchas veces. ¿A quién sino? No puedo desear que todo lo que me ocurre le pase también a otra gente, aunque no estaría mal que todo estuviera un poco más repartido.
Creo que lo mío es genético, porque a mi madre también le ha tocado una buena. Nuestros cuerpos deben tener una combinación de átomos, tal vez en un número mayor o menor al resto de habitantes del cosmos, que no resulta beneficiosa para el orden del universo.
Pero lo más probable es una conspiración combinada de los Señores de Mundo Borroso y la Criatura de la Ciánaga de Dieburg.

DMD: Y dale. Esos seres no existen.

J: Porque a ti no te han tocado las pelotas, pero yo los he sufrido en mis carnes.

DMD: Podría haberle ocurrido a cualquiera.

J: Desde ese día he estado pensando en varias explicaciones para lo que me ocurrió.

DMD: ¿Y a qué conclusiones ha llegado?

J. La primera es que todo puede tratarse de un castigo divino. Son sabidas mis malas relaciones con Yahveh desde que lo negué con 14 años, si es que alguna vez le he tomado en serio. Creo que Yahveh me puso a prueba con el milagro de la cucharilla, ya que poco después demostré mi avaricia y mi ansia de riquezas cuando me encontré con una segunda cucharilla que tomé también sin pensar.
Otra posibilidad es que el destino haya puesto tantas piedras en mi camino porque no confíe en mi capacidad de fabulación. De acuerdo con esta teoría, crearía acontecimientos en mi vida para que yo pueda relatarlos, ya que considera a mi mente sólo capaz de ordenar hechos, pero no de imaginarlos.

DMD: Confío que usted sea lo bastante inteligente como para darse cuenta de la endeblez de tales argumentos.

J: El caso es que el sábado por la noche, ya llegando a la residencia, se me ocurrió que todo podía ser un castigo por algo que había hecho esa misma mañana.

DMD: ¿De qué se trata?

J: Verás: cuando llegué a Frankfurt a primera hora de la tarde, no fui directamente a las calles comerciales. Antes de ir al Zeil, en el centro, seguí la acera de la estación hacia la izquierda para matar varios pájaros de un tiro. Primero, localizaba el edificio de las ferias, la Messe, para ir a la Feria del Libro la semana siguiente. Segundo, buscaba la biblioteca, que siempre es interesante saber dónde se encuentra; y tercero, echaba una meadita en el váter de la biblioteca. Esto no es ninguna tontería: hay que tener localizados los váteres públicos para las urgencias. Y por públicos incluyo también a los de los centros comerciales. Mear en la estación de Darmstadt cuesta 30 céntimos, y 70 en la de Frankfurt, así que hay que buscarse la vida.
La Messe la encontré rápido, pero no tuve tanta suerte con la biblioteca. Lo que en el plano parece una calle recta, es una curva de 90° en la realidad, así que no giré por donde debía y estuve caminando como una hora por la calle equivocada. No vi el nombre de la calle hasta mucho después. Me encontraba en el Wall Street de Frankfurt, la capital financiera de Alemania, y a las tres de la tarde estaba todo desierto. Sólo me crucé con tres o cuatro personas y los edificios se veían vacíos. Y... bueno, yo todavía me estaba meando. La idea no me vino enseguida a la cabeza, pues no tengo por costumbre mear en cualquier sitio: yo tenía en mente llegar hasta la biblioteca. Pero en cuanto se me ocurrió no podía pensar en otra cosa. A un lado y a otro de la acera había hileras de árboles y plantas que me estaban pidiendo a gritos que les meara encima. Y no me iba a ver nadie. Total: que he meado en una acera de Frankfurt. Ya lo he dicho.

Tras otro momento de silencio, por fin, reacciono a lo que me acaba de contar.

DMD: No esperará que le aplauda. ¿Y no le vio nadie?

J: Eso es lo que yo pensaba, pero los espías de los Señores de Mundo Borroso debían de estar observándome ocultos no sé dónde y me jodieron el día.

En este punto la entrevista ha finalizado. Durante toda ella me ha resultado bastante evidente que he estado atendiendo las balbucientes explicaciones de una mente insana. Se le nota en por cómo se le van los ojos: es incapaz de mantener la mirada. Con razón me han enviado a mí. Ninguna revista seria del mundo querría dedicarle una sola columna. Sólo una publicación extinta hace quince años se atrevería a editar y maquetar semejante contenido. Porque recuerden, lectores: sólo en Don Miki Digital encontrarán sin ningún tipo de velo aquellas informaciones que otros periódicos ocultan por estar atados de pies y manos a las corporaciones.

-Hubert, el Ratoncito Peleón

[enviada el 2-noviembre-2005]

dimecres, de gener 11, 2006

Crónica sexta; EL MILAGRO DE LA CUCHARILLA (Interludio)

Yahvé habló a J., diciendo:
Haz el favor de devolver de una vez ese juego completo de cubiertos que churrimangaste de la Mensa en un momento de necesidad.
Hazlo, e iluminaré para ti el camino hacia la tienda donde podrás adquirir cada cubierto por 50 céntimos.
Se perdió, pues, J., buscando el comercio llamado Inferno, pues no estaba donde Yahvé recordaba.
En Inferno, J. se entretuvo escuchando los éxitos de reggaeton que sonaban por los altavoces del techo. “A ella le gusta la gasolina, dame más gasolina” y “Tú quieres mmmm, Te gusta el mmmm, Te traigo el mmmm, Y Lorna a ti te canta el mmmm. Papi-papi, papi-chulo, papi, papi, papi ven a mí, ven a mí”.
No es empresa fácil, pero un ser humano con voluntad puede llegar a encontrarle el punto a este tipo de música. J. lo había conseguido aquel mismo año. Bastaba con darse cuenta de que era música de broma, y que es normal no entender más del 20% de las palabras, aunque supuestamente estén cantadas en un idioma que comprendes.
La broma está en creer que tienes que entender las letras, cuando en realidad no es así; cuando lo haces, te das cuenta de que jamás una canción con una letra tan estúpida había conseguido que te concentraras tanto. Son una broma, nada más. Además, siempre es preferible el reggaeton a escuchar la mierda-canción de Dirty Dancing, que provoca un bajón generalizado cada vez que se pone (comprobado).
J. hurgó en las cajas de cubiertos hasta encontrar unos que le satisficieran.
J. alzó entonces su voz al cielo, clamando: Mi Dios, he encontrado una cuchara, un tenedor y un cuchillo que me satisfacen, pero en estos cajones no hay rastro de ninguna cucharilla. Necesitaría una cucharilla para remover el café, el cacao en polvo o para comerme un yogur o cualquier postre lácteo.
Le respondió Yahvé: Mira que llegas a ser mal hijo y de poca Fe. Confórmate con lo que tienes que ya dispondré cuando me dé la gana una cucharilla en tu camino. Ahora, anda con tu juego semicompleto de cubiertos y no me entretengas más. Y da gracias que no te haya exterminado por tu falta, que bastante faena me estás dando.
La primera semana de clase, J. halló una cucharilla en un pasillo de la universidad. Dudó poco en cogerla.
[enviada el 27-octubre-2005]

dimarts, de gener 10, 2006

Crónica del 14-octubre-2005; REGRESO A MUNDO NÍTIDO

¡Límites! ¡Contornos! ¡Fronteras! ¡Perfiles!
Le habían sido negados.

Facciones, miradas, peinados, sonrisas.

¡Vetados! ¡Vetadas!

Brillos, reflejos, sombras y luces,

Difuminadas.

Las formas de las hojas en los árboles, sus grados de verde, marrón, rojo y amarillo; las piedrecitas en el camino, pelos en el suelo, radios de bicicleta, letreros luminosos, carteles, relojes, texturas. Todas estas maravillas son sólo posibles en Mundo Nítido.

¡Mundo Nítido! ¡Mundo Nítido! Siempre ha estado ahí, ahí mismo, tan cerca... y tan borroso estas últimas semanas.

Como tantas veces, sólo los extranjeros son capaces de apreciar cuán precioso es Mundo Nítido. La disposición de los adoquines en las calles, los escaparates de las tiendas, los carteles con los precios en el supermercado, las fachadas, los paneles luminosos de salidas de trenes y autobuses, el viento en los plataneros y en las nubes. Las líneas paralelas de una calle que confluyen en el horizonte, y el horizonte mismo, son fenómenos desconocidos en Mundo Borroso.


Durante los quince días de estancia de J. en Mundo Borroso, Wolfgang, un camarada del tercer piso de la Haus 20 de la Wohnheim del campus de Dieburg, quien, tras semanas de investigaciones por parte de J. había resultado ser el origen de la risa que de vez en cuando se escucha por los pasillos, una risa tipo Estoy-a-un-paso-de-conquistar-el-mundo de cualquier dictador megalómano en una ficción pulp, compartió con J. la información del paradero del Poderoso Fielmann, El De La Vista Aguda, quien a su vez proporciona a los mundoborrosianos como J. o el mismo Wolfgang los antifaces personalizados que les permiten moverse por entre la gente y la geografía de Mundo Nítido.

A J. le cae muy bien Wolfgang, tal vez porque ambos deben de estar casi igual de locos. Esta característica se repite entre varios camaradas del edificio, tanto que parece un requisito para habitar en él. De hecho, J. ya está cavilando la posibilidad del rodaje de “Los Albóndigas golpean de nuevo (otra vez)”, que incluiría entre sus líneas de acción los planes de Wolfgang y Klaus para derrocar al actual Hausmeister y convertirse ellos en califas en lugar del califa.

La cocina mejor equipada de la residencia, lugar de encuentro para los inquilinos del tercer piso, fue el escenario en el que se llevó a cabo el traspaso de información entre Wolfgang y J.

En Elisabethenstrasse, cerca de Luisenplatz, camuflada cual si se tratara de una óptica cualquiera, se hallaba la guarida secreta del Poderoso Fielmann, El De La Vista Aguda; uno de sus tantos escondites en realidad, que utiliza para eludir el acecho de los Señores de Mundo Borroso, que disponen de un ejército de espías siempre atento a sus desplazamientos.

No es común que Fielmann mismo atienda la petición de ayuda de un mundoborrosiano, y en este caso tampoco compareció ante J. Se presentó en cambio uno de sus ayudantes, a quien J. dio las indicaciones para el diseño de un nuevo antifaz, con el que aseguraba que sería capaz de leer, desde una distancia superior a los 50 m., cuántos minutos faltan para que llegue el autobús H.

-Tal hazaña jamás se ha intentado antes ¾pronunció en voz baja el ayudante de Fielmann, sorprendido por la osadía.
Pero J. confiaba en la tecnología que había desarrollado y puso en las manos del ayudante el prototipo de antifaz que había construido aquellos días a espaldas de los Señores de Mundo Borroso.

-Veremos lo que se puede hacer.
-No. Lo haréis; y luego veremos como nunca nadie antes ha visto.
Así fue como el ayudante, despidiéndose de J. y adentrándose en el local, transmitió el prodigioso prototipo a los Fundidores de Lentes, que habitan las profundidades de cada sede del Poderoso Fielmann, El De La Vista Aguda.

Los Fundidores de Lentes son criaturas mágicas para los mundoborrosianos. La combinación de su entrenada destreza y su natural resistencia a la temperatura de las calderas, los ha convertido durante generaciones en los únicos capaces de fabricar las lentes que usan los mundoborrosianos. Ellos fundieron la grasa que envuelve el estómago de las lentillas (mamíferos de tamaño mediano que habitan el laberinto de las calderas) para materializar el soñado nuevo antifaz de J.

Con él salió pocos días después a contemplar de nuevo Mundo Nítido, empezando por Ludwigsplatz, repleta de gente (¡de mujeres!) vestida de todos los colores; siguiendo por las calles comerciales que llevan a la Marktplatz, donde se alza el castillo, caminando hasta el viernes siguiente, hasta la representación de Falstaff. La belleza plástica del segundo acto (y último) sólo es posible en Mundo Nítido.

Todo parecía, como la Thermomix, el principio de un nuevo amanecer. De pie, con los brazos en jarras, las piernas entreabiertas y sacando pecho, con el Sol a sus espaldas, J. gritó:

-¡Os he vencido, Señores de Mundo Borroso! ¡He vuelto! ¡He sobrevivido a vuestras zancadillas y he salido reforzado! ¡Tengo un nuevo antifaz para ver venir vuestros golpes! ¡No podéis hacerme nada! ¡Nada!

J. no parecía darse cuenta de que incluso en Mundo Nítido nada es blanco o negro, y que siempre hay zonas de sombra que permiten a los Señores de Mundo Borroso y a su ejército de espías pasar de un mundo al otro. Estaba a punto de averiguarlo.


Y aquí finaliza una nueva entrega de las aventuras seriadas de “El pequeño J. en Mundo Nítido”, ofrecidas con iniquidad por un infame narrador que pronto será sometido a la justicia de Mundo Borroso.


PD: Sí, se me ha ido la olla. ¿Qué pasa?