diumenge, de desembre 25, 2005
Crónica del 6-octubre-2005; LA VIDA EN MIERDA-VISIÓN Y BORRÓN-COLOR
Mírate. Tuviste suerte. Tuviste mucha suerte. Eres lo que se dice un suertudo de mierda. Un milímetro más abajo y te revienta el globo ocular. Y es que además, no podrás quejarte, has sido atendido por Frau Karanovic. No sólo te cosió el corte y te revisó la herida, también te ha quitado los puntos. Eso sí: debes reconocer que no es tan buena cosiendo como cortando. El último punto se le resistió, ¿recuerdas? Te quejaste. Debía estar encarnado ya.
Mírate. Mira la cicatriz. Frau Karanovic hizo un buen trabajo. Hizo un muy buen trabajo. Casi no se nota. Estás como nuevo. Eso sí: desde ahora y hasta el fin de tus días, cada vez que te mires al espejo, aparte de vomitar por tu aspecto, te acordarás de Ella y le guardarás gratitud. Hasta el fin de tus días, mira lo que te digo, te acordarás de Ella.
Tu ojo está bien. Tu ojo está de puta madre. Como castigo por tu error, en cambio, hemos decidido destinarte de vuelta a Mundo Borroso, donde perteneces. Allí estarás un tiempo, para que no olvides tus orígenes. Debido a tu mediocre y defectuosa combinación de genes, eres miope; no mucho, pero suficiente para joderte. Bienvenido, pues, de vuelta a tu hogar. Bienvenido a Mundo Borroso.
Por las mañanas, brillantes y claras, todavía podrás usar tus gafas de Sol. ¿Pero qué harás cuando caiga la tarde y venga la oscuridad? No puedes llevarlas, te cansan la vista. Creo que ya lo has descubierto por ti mismo. Cuando vuelves a la habitación los sientes como irritados. No sólo los ojos: te sientes incluso más fatigado en general. Y esta última semana, más nublada, no las has llevado tanto, sólo en clase para leer la pizarra. Has habitado Mundo Borroso a tiempo casi completo.
También te has dado cuenta de que no puedes llevar gafas de Sol en interiores. Queda mal. Con el moratón o el apósito asomando por encima de la lente todavía se te estaba permitido hacerlo, pero ahora que tienes el ojo bien pareces un mafioso.
¿Qué frustración, verdad? Cuando entraste a la biblioteca pública de Darmstadt y tenías que acercar tu cabeza a menos de dos palmos de los volúmenes para tener los lomos en foco. No podías distinguir las secciones desde lejos ni formarte una idea general de la distribución. En tu carta de nacionalidad pone: nacido en Nueva Mundoborrosia; ciudadano, por tanto, de Mundo Borroso. Estas dos semanas sirven para que no olvides quién eres. Eres tus genes. Como simple recordatorio, ya sabes: a veces se olvidan las cosas.
¿Qué escribes? Ah, ya veo: estás preparando una pequeña guía de conversación para ir a la óptica. Te has dado cuenta de que ni en los diccionarios ni en los libros de texto figura la situación de un turista pidiendo unas gafas en un país germano. ¿Por qué será? Señores de Vox, señores de Larousse, señores de Langenscheidt: también a un extranjero se le pueden romper las gafas en Alemania y necesitar unas nuevas.
Pero qué desconfiado eres. Dices que ves nuestra mano detrás de esa carencia en las guías de conversación. Pero mira que eres desconfiado. Y cuán atinadas son tus suposiciones. Sí, es obra nuestra. Para que los miopes del mundo os deis cuenta de lo que cuesta abandonar Mundo Borroso. Sois mundoborrosianos, a pesar del antifaz que os permite caminar entre el resto de la humanidad. No lo olvides.
Además: lo de venir a Alemania fue idea tuya, ¿recuerdas? Aprender alemán a hostias, decías. Coger el toro por los cuernos, decías. No hay otra manera, decías. Estamos cumpliendo todos y cada uno de tus deseos. Por cierto, que tu guía de conversación ha sido un fracaso. Que te he oído empezar bien pero has seguido en inglés. Bendita koiné.
Ahora que has ido a la óptica tienes los días contados en Mundo Borroso. Aun así, todavía tienes que sobrevivir a esos días, y no te lo vamos a poner fácil.
Has descubierto, por ejemplo, lo complicado que es comunicarse sin distinguir perfectamente los labios y los rostros de la gente. Jamás te lo hubieras imaginado. No sabes por qué, pero se te escapa alguna palabra de vez en cuando. En inglés, sobre todo, necesitas leer los labios. Confías demasiado en la vista, joven jedi, y has dejado que un sentido se deteriore. No ver el mundo ni a la gente que en él habita te ha cerrado sobre ti mismo, en la atmósfera de un mundo nuevo, Mundo Jordi. La atmósfera turbia y enrarecida de Mundo Jordi afecta a tus movimientos y los convierte en torpes y precipitados. Es el destino de cualquier ciudadano de Mundo Borroso: el aislamiento y la propia destrucción. Sus condiciones extremas os encierran tanto en vosotros mismos que acabáis implosionando y colapsándoos. Y cada vez que un mundoborrosiano no responde a un saludo, en ese momento traspasa el punto de no retorno y acelera el encogimiento de su esfera particular hasta alcanzar la nada absoluta, la no-presencia.
Ahora caminas por Dieburg, perdido. Sólo son las diez de la noche, pero las calles están tan desiertas como a las tres de la madrugada. El autobús no te ha dejado donde querías. Te ha dejado donde queríamos. Te extraña la escasez de farolas. Adivina. Exacto, nosotros. Sólo por poner las cosas un poco más interesantes, ya sabes. Encuentras el letrero de una calle. Te pones las gafas de Sol para leerlo. Sacas el mapa. Te acercas a una farola para poder verlo. Aquí, la luz de una farola se extingue antes de encontrarse con la zona iluminada por la siguiente. Buscas la calle. La encuentras. Caminas hasta el cruce más próximo y te pones de nuevo las gafas de Sol para leer el nombre. Ahora sabes en qué cruce estás, pero no qué dirección tomar. Necesitas un tercer punto de referencia y sigues caminando. La calle que has tomado no tiene salida y muere en la pared del cementerio. Perfecto. Ése es tu tercer punto. Vuelves a la farola y lo buscas en el mapa. El campus no para muy lejos, y ahí se halla precisamente la diversión. Estabas cerca, pero caminabas perdido porque habitas en Mundo Borroso.
Tu última noche no va a ser mejor. Has decidido ir a la Campus Party de inicio de curso en Darmstadt. ¡Bien! Sal de casa, sal, y pónnoslo fácil.
Estos alemanes, piensas, se lo montan bien. Consigues divertirte (has tenido las mejores maestras) en la discoteca improvisada que han montado en un pasillo de la universidad. Aprovechas el vale de una cerveza que viene en la hoja de matrícula. Sí, estos alemanes se lo montan pero que muy bien.
Ahora estás en buena compañía, pero en cuanto te despidas de todos quedarás a nuestra merced. Pensabas volver en el último autobús, el de las 2:22 que sale desde Luisenplatz. Pues bien, ese autobús no existe los jueves, por mucho que diga la guía. La guía, por cierto, es obra nuestra. Das al autobús veinte minutos de margen. Puedes darle todo el tiempo que quieras: no va a venir. La única posibilidad para volver a la residencia antes del amanecer es subir en el primer tren que sale hacia Dieburg. A las 4:52 de la mañana.
Puntual, arranca. Y sí, te aleja de Mundo Borroso. Y sí, te conduce a la mañana siguiente. Pero no, no te escapas del radio de nuestro alcance. Lo peor, ya lo verás, está por venir.
PD: Me gustaría ser irradiado por rayos cósmicos para ser elástico como Mr. Fantástico y abrazaros a todos a la vez, muy fuerte, como hacía Elvira en los Tiny Toons. A lo peor el del centro queda un poco espachurrado, así que procuraré no apretar demasiado.
PPD: eeeeh... esto... señores de Mundo Borroso. Lo que acabo de decir NO lo deseo en verdad. Es una forma de hablar, ¿de acuerdo? Así que NADA de viajes espaciales por casualidad ni rayos cósmicos ni brazos que se alargan. ¿Entendido? Bueno, un abrazo a cada uno, en todo caso.
Mírate. Mira la cicatriz. Frau Karanovic hizo un buen trabajo. Hizo un muy buen trabajo. Casi no se nota. Estás como nuevo. Eso sí: desde ahora y hasta el fin de tus días, cada vez que te mires al espejo, aparte de vomitar por tu aspecto, te acordarás de Ella y le guardarás gratitud. Hasta el fin de tus días, mira lo que te digo, te acordarás de Ella.
Tu ojo está bien. Tu ojo está de puta madre. Como castigo por tu error, en cambio, hemos decidido destinarte de vuelta a Mundo Borroso, donde perteneces. Allí estarás un tiempo, para que no olvides tus orígenes. Debido a tu mediocre y defectuosa combinación de genes, eres miope; no mucho, pero suficiente para joderte. Bienvenido, pues, de vuelta a tu hogar. Bienvenido a Mundo Borroso.
Por las mañanas, brillantes y claras, todavía podrás usar tus gafas de Sol. ¿Pero qué harás cuando caiga la tarde y venga la oscuridad? No puedes llevarlas, te cansan la vista. Creo que ya lo has descubierto por ti mismo. Cuando vuelves a la habitación los sientes como irritados. No sólo los ojos: te sientes incluso más fatigado en general. Y esta última semana, más nublada, no las has llevado tanto, sólo en clase para leer la pizarra. Has habitado Mundo Borroso a tiempo casi completo.
También te has dado cuenta de que no puedes llevar gafas de Sol en interiores. Queda mal. Con el moratón o el apósito asomando por encima de la lente todavía se te estaba permitido hacerlo, pero ahora que tienes el ojo bien pareces un mafioso.
¿Qué frustración, verdad? Cuando entraste a la biblioteca pública de Darmstadt y tenías que acercar tu cabeza a menos de dos palmos de los volúmenes para tener los lomos en foco. No podías distinguir las secciones desde lejos ni formarte una idea general de la distribución. En tu carta de nacionalidad pone: nacido en Nueva Mundoborrosia; ciudadano, por tanto, de Mundo Borroso. Estas dos semanas sirven para que no olvides quién eres. Eres tus genes. Como simple recordatorio, ya sabes: a veces se olvidan las cosas.
¿Qué escribes? Ah, ya veo: estás preparando una pequeña guía de conversación para ir a la óptica. Te has dado cuenta de que ni en los diccionarios ni en los libros de texto figura la situación de un turista pidiendo unas gafas en un país germano. ¿Por qué será? Señores de Vox, señores de Larousse, señores de Langenscheidt: también a un extranjero se le pueden romper las gafas en Alemania y necesitar unas nuevas.
Pero qué desconfiado eres. Dices que ves nuestra mano detrás de esa carencia en las guías de conversación. Pero mira que eres desconfiado. Y cuán atinadas son tus suposiciones. Sí, es obra nuestra. Para que los miopes del mundo os deis cuenta de lo que cuesta abandonar Mundo Borroso. Sois mundoborrosianos, a pesar del antifaz que os permite caminar entre el resto de la humanidad. No lo olvides.
Además: lo de venir a Alemania fue idea tuya, ¿recuerdas? Aprender alemán a hostias, decías. Coger el toro por los cuernos, decías. No hay otra manera, decías. Estamos cumpliendo todos y cada uno de tus deseos. Por cierto, que tu guía de conversación ha sido un fracaso. Que te he oído empezar bien pero has seguido en inglés. Bendita koiné.
Ahora que has ido a la óptica tienes los días contados en Mundo Borroso. Aun así, todavía tienes que sobrevivir a esos días, y no te lo vamos a poner fácil.
Has descubierto, por ejemplo, lo complicado que es comunicarse sin distinguir perfectamente los labios y los rostros de la gente. Jamás te lo hubieras imaginado. No sabes por qué, pero se te escapa alguna palabra de vez en cuando. En inglés, sobre todo, necesitas leer los labios. Confías demasiado en la vista, joven jedi, y has dejado que un sentido se deteriore. No ver el mundo ni a la gente que en él habita te ha cerrado sobre ti mismo, en la atmósfera de un mundo nuevo, Mundo Jordi. La atmósfera turbia y enrarecida de Mundo Jordi afecta a tus movimientos y los convierte en torpes y precipitados. Es el destino de cualquier ciudadano de Mundo Borroso: el aislamiento y la propia destrucción. Sus condiciones extremas os encierran tanto en vosotros mismos que acabáis implosionando y colapsándoos. Y cada vez que un mundoborrosiano no responde a un saludo, en ese momento traspasa el punto de no retorno y acelera el encogimiento de su esfera particular hasta alcanzar la nada absoluta, la no-presencia.
Ahora caminas por Dieburg, perdido. Sólo son las diez de la noche, pero las calles están tan desiertas como a las tres de la madrugada. El autobús no te ha dejado donde querías. Te ha dejado donde queríamos. Te extraña la escasez de farolas. Adivina. Exacto, nosotros. Sólo por poner las cosas un poco más interesantes, ya sabes. Encuentras el letrero de una calle. Te pones las gafas de Sol para leerlo. Sacas el mapa. Te acercas a una farola para poder verlo. Aquí, la luz de una farola se extingue antes de encontrarse con la zona iluminada por la siguiente. Buscas la calle. La encuentras. Caminas hasta el cruce más próximo y te pones de nuevo las gafas de Sol para leer el nombre. Ahora sabes en qué cruce estás, pero no qué dirección tomar. Necesitas un tercer punto de referencia y sigues caminando. La calle que has tomado no tiene salida y muere en la pared del cementerio. Perfecto. Ése es tu tercer punto. Vuelves a la farola y lo buscas en el mapa. El campus no para muy lejos, y ahí se halla precisamente la diversión. Estabas cerca, pero caminabas perdido porque habitas en Mundo Borroso.
Tu última noche no va a ser mejor. Has decidido ir a la Campus Party de inicio de curso en Darmstadt. ¡Bien! Sal de casa, sal, y pónnoslo fácil.
Estos alemanes, piensas, se lo montan bien. Consigues divertirte (has tenido las mejores maestras) en la discoteca improvisada que han montado en un pasillo de la universidad. Aprovechas el vale de una cerveza que viene en la hoja de matrícula. Sí, estos alemanes se lo montan pero que muy bien.
Ahora estás en buena compañía, pero en cuanto te despidas de todos quedarás a nuestra merced. Pensabas volver en el último autobús, el de las 2:22 que sale desde Luisenplatz. Pues bien, ese autobús no existe los jueves, por mucho que diga la guía. La guía, por cierto, es obra nuestra. Das al autobús veinte minutos de margen. Puedes darle todo el tiempo que quieras: no va a venir. La única posibilidad para volver a la residencia antes del amanecer es subir en el primer tren que sale hacia Dieburg. A las 4:52 de la mañana.
Puntual, arranca. Y sí, te aleja de Mundo Borroso. Y sí, te conduce a la mañana siguiente. Pero no, no te escapas del radio de nuestro alcance. Lo peor, ya lo verás, está por venir.
PD: Me gustaría ser irradiado por rayos cósmicos para ser elástico como Mr. Fantástico y abrazaros a todos a la vez, muy fuerte, como hacía Elvira en los Tiny Toons. A lo peor el del centro queda un poco espachurrado, así que procuraré no apretar demasiado.
PPD: eeeeh... esto... señores de Mundo Borroso. Lo que acabo de decir NO lo deseo en verdad. Es una forma de hablar, ¿de acuerdo? Así que NADA de viajes espaciales por casualidad ni rayos cósmicos ni brazos que se alargan. ¿Entendido? Bueno, un abrazo a cada uno, en todo caso.
divendres, de desembre 23, 2005
Crónica del 30-septiembre-2005; ...Y LAS COSAS EMPEZARON A TORCERSE (SEGUNDA PARTE)
Frau Karanovic me recibe en el quirófano con un apretón de manos y me mira a los ojos. Su cara es blanca y honesta. También su voz. Me pregunta qué ha pasado. Su inglés es muy bueno. Pregunta si Tim, que se ha quedado en la sala de espera, habla alemán. No. Pobre Frau Karanovic si supiera que mi alemán, entre pésimo y lamentable, es mucho mejor que el de Tim.
Frau Karanovic sabe lo que hace y se mueve rápido. Me hace tumbarme en la camilla, desde donde dicto mis datos a la ayudante que está sentada al ordenador. Creo que no han visto una tarjeta sanitaria europea en su vida. Yo tampoco hasta el pasado julio. Pero “It´s okay, it´s okay”.
Con la lámpara de quirófano encendida tras ella, un ángel inclinado sobre mi rostro me limpia el corte. Pregunta si estoy vacunado contra el tétanos. Debo estarlo, si he sobrevivido a mi historial de heridas de la infancia y la adolescencia, pero no consigo recordar la última inyección. He de llamar a casa y ver si conservan alguna cartilla. Cuando lo hago, están igual que yo.
Pero el historial sigue ahí. He pisado dos veces (como mínimo) sendos clavos oxidados; he caído desde un árbol y mi pierna ha sido perforada (no atravesada) por un hierro de arar (oxidado); un perro me ha mordido en la pierna derecha y una perra (Tania, sin rencores; guardo muy buen recuerdo de ti) en el tobillo (izquierdo, creo); también me han mordido y arañado gatos y algún hámster (a estas alturas debo tener ya la rabia); me corto una vez de cada diez que me afeito, aunque mi cara sangra en todas; y me he pinchado, arañado y cortado las manos y todas las extremidades con clavos, agujas, chinchetas, cuchillos, pinchos de rosal y zarzales.
Nada de esto, empero, supera a ser electrocutado por una catenaria o sobrevivir al descarrilamiento de un tren (una abraÇada amb ce trencada, Carles); dar de cabeza contra el suelo tras una caída de cinco metros, dando vueltas como un espantapájaros, tropezando con todos los hierros de un andamio (a ver cuándo me escribes, Pableras, y me dedicas unas líneas entre tanta fiestuqui; y por favor, no empalmes y aparezcas el viernes por clase, que eso queda muy feo); atropellar a un coche (ésa fue tu expresión, Carlos, hace ya más de diez años); o hacerse un tajo de cinco centímetros en el antebrazo que deje a la vista el hueso, por caer encima de una pantalla de televisor rota en un vertedero (mi hermano).
Frau Karanovic comprueba que el corte no haya afectado a ningún lagrimal. Frau Karanovic sabe aplicar anestesia local y coser piel. Me entran ganas de casarme con ella. Sus manos son milagrosas. No siento nada.
A la mañana siguiente todavía conservo el apósito que me cubre la herida, ahora sucio por la supuración, y que me imposibilita abrir completamente el párpado derecho. De camino a la consulta para una revisión, caigo en la cuenta: el cine es tuerto. No basta con que el cine se construya con fragmentos de muerte (de vida robada) momentánea e ilusoriamente animados. Además, sólo tiene un ojo. Es un monstruo, un lisiado. Es hijo del Dr. Frankenstein y de un cíclope. Es John Ford. Aparco la idea para otro momento.
Cuando me llega el turno en la Sprechstunde, Frau Karanovic (trabaja noche y día) me examina la herida (“It looks great”) y me cambia el apósito. Es muy cuidadosa colocándomelo entre el párpado y la ceja. Me recibe y me despide con un apretón de manos.
Una enfermera que no sabe inglés me pone la primera dosis de la vacuna completa contra el tétanos, una inyección a cada lado de la pelvis. No me quejo ni me muevo. Como hijo de ATS, eso es lo peor que puede hacer un paciente: desconcentra y la aguja puede moverse. No lo he dicho, lo digo ahora: me encantan los hospitales, sus pasillos, su olor, su ropa, las camillas, los quirófanos, las inyecciones y ver cómo me extraen sangre. Cómo van llenando más de media docena de tubos de ensayo con MI sangre y sentir cómo se va debilitando la mano. (Ahora es cuando podéis decir: Jordi, definitivamente, no está bien). Por supuesto, esto no se puede hacer cada día ni tan siquiera cada mes. En cuanto es extraordinario, me gusta.
Dentro de seis semanas tengo que ir a Münster (no al Münster de Westfalia, sino al pueblo de al lado) para que el Dr. Kohl me inyecte la segunda dosis. Y seis meses después, la tercera. Entonces podré vivir inmune al tétanos diez años más.
Volviendo al campus, me llama mi madre. La transferencia desde España ha viajado hasta Alemania y ha vuelto, dejando mi cuenta del Deutsche Bank aquí intacta, a cero. Sstupendo. No lo he dicho, lo digo ahora: estoy gafado. Parece que alguien de la sucursal de Bancaixa dice que faltan dígitos en los códigos, cuando no es así. Vuelvo a aplicar el lema de mi vida, un refrán chino: si tiene solución, ¿para qué preocuparse? Y si no la tiene, ¿para qué preocuparse?
Pasan dos amaneceres tras la tarde de la estupidez hasta que veo en el espejo la Obra de Frau Karanovic. Cinco puntos azules para el corte y un punto extra para una incisión adyacente. En total, seis (6) preciosas puntadas azules y un moratón creciente alrededor del ojo. Todo conjuntado, como debe ser.
Para ese día hay organizada una salida a Zwingenberg, al sur, para visitar unos viñedos y catar cinco vinos autóctonos. Prometedor. Con la herida al aire, bajo las gafas de Sol, soy un macarra después de una pelea. Un macarra enólogo, eso sí. También me dicen que no he perdido la sonrisa: los estúpidos nunca la pierden.
Zwingenberg es un pueblo completo, un pueblo comansi. Con tejados y cuestas fetén, con fuentes y castillo, como debe ser un pueblo. Y con el Sol cascando. “¡Tendréis frío! Decían. ¡Alistaos! Decían”, repite Pablo, de Zaragoza.
Durante la visita guiada a los viñedos intuyo una ligera francofobia. El guía, vinicultor, lo confirma en parte cuando nos dice que añaden CO2 al vino para no pagar derechos de autor ni usar el nombre de champagne.
Aquí plantan parras aunque no las vendimie nadie. Menudos son ellos. Van a ser menos que los gabachos. La mayoría de los viñedos se cultivan en las laderas de las montañas, orientadas al Sol, y tienen que trabajarse por huevos a mano. Y hay que tener muchos para hacerlo, porque no hay otra forma.
Lo de la excursioncita a las 4 de la tarde está bien, para qué negarlo. Pero lo de beber sin haber comido, que no se repita. Y menos del vinito burbujeante y de colorines de Zwingenberg, que parece que no, que son cinco copichuelas con sólo dos dedicos de caldo en cada una, pero pega, vaya si pega. Lo de beber en la tarde habiendo desayunado a media mañana nada más que medio kilo de yogur con muesli, digo, que no se repita. A menos, claro está, que uno quiera dar argumentos para poner en entredicho su legendaria resistencia al alcohol. Y yo la he puesto. Vaya si la he puesto. No han puesto la suya en peligro, en cambio, los irlandeses, que han bebido cerveza de camino a la cata de vinos, y han seguido bebiendo cerveza en el camino de vuelta a Darmstadt y por la noche. Y al día siguiente. Y también el anterior. John Ford, desde luego, no exageraba: describía. Y cómo.
Borracho a las 6 de la tarde, ¿tú te crees? La única explicación posible a esta humillación es: probados mis dos metros y 110 quilos de hombría (a la vista están), debo atribuir la embriaguez a un efecto secundario de la antitetánica del día anterior. O bien:
Frau Karanovic sabe lo que hace y se mueve rápido. Me hace tumbarme en la camilla, desde donde dicto mis datos a la ayudante que está sentada al ordenador. Creo que no han visto una tarjeta sanitaria europea en su vida. Yo tampoco hasta el pasado julio. Pero “It´s okay, it´s okay”.
Con la lámpara de quirófano encendida tras ella, un ángel inclinado sobre mi rostro me limpia el corte. Pregunta si estoy vacunado contra el tétanos. Debo estarlo, si he sobrevivido a mi historial de heridas de la infancia y la adolescencia, pero no consigo recordar la última inyección. He de llamar a casa y ver si conservan alguna cartilla. Cuando lo hago, están igual que yo.
Pero el historial sigue ahí. He pisado dos veces (como mínimo) sendos clavos oxidados; he caído desde un árbol y mi pierna ha sido perforada (no atravesada) por un hierro de arar (oxidado); un perro me ha mordido en la pierna derecha y una perra (Tania, sin rencores; guardo muy buen recuerdo de ti) en el tobillo (izquierdo, creo); también me han mordido y arañado gatos y algún hámster (a estas alturas debo tener ya la rabia); me corto una vez de cada diez que me afeito, aunque mi cara sangra en todas; y me he pinchado, arañado y cortado las manos y todas las extremidades con clavos, agujas, chinchetas, cuchillos, pinchos de rosal y zarzales.
Nada de esto, empero, supera a ser electrocutado por una catenaria o sobrevivir al descarrilamiento de un tren (una abraÇada amb ce trencada, Carles); dar de cabeza contra el suelo tras una caída de cinco metros, dando vueltas como un espantapájaros, tropezando con todos los hierros de un andamio (a ver cuándo me escribes, Pableras, y me dedicas unas líneas entre tanta fiestuqui; y por favor, no empalmes y aparezcas el viernes por clase, que eso queda muy feo); atropellar a un coche (ésa fue tu expresión, Carlos, hace ya más de diez años); o hacerse un tajo de cinco centímetros en el antebrazo que deje a la vista el hueso, por caer encima de una pantalla de televisor rota en un vertedero (mi hermano).
Frau Karanovic comprueba que el corte no haya afectado a ningún lagrimal. Frau Karanovic sabe aplicar anestesia local y coser piel. Me entran ganas de casarme con ella. Sus manos son milagrosas. No siento nada.
A la mañana siguiente todavía conservo el apósito que me cubre la herida, ahora sucio por la supuración, y que me imposibilita abrir completamente el párpado derecho. De camino a la consulta para una revisión, caigo en la cuenta: el cine es tuerto. No basta con que el cine se construya con fragmentos de muerte (de vida robada) momentánea e ilusoriamente animados. Además, sólo tiene un ojo. Es un monstruo, un lisiado. Es hijo del Dr. Frankenstein y de un cíclope. Es John Ford. Aparco la idea para otro momento.
Cuando me llega el turno en la Sprechstunde, Frau Karanovic (trabaja noche y día) me examina la herida (“It looks great”) y me cambia el apósito. Es muy cuidadosa colocándomelo entre el párpado y la ceja. Me recibe y me despide con un apretón de manos.
Una enfermera que no sabe inglés me pone la primera dosis de la vacuna completa contra el tétanos, una inyección a cada lado de la pelvis. No me quejo ni me muevo. Como hijo de ATS, eso es lo peor que puede hacer un paciente: desconcentra y la aguja puede moverse. No lo he dicho, lo digo ahora: me encantan los hospitales, sus pasillos, su olor, su ropa, las camillas, los quirófanos, las inyecciones y ver cómo me extraen sangre. Cómo van llenando más de media docena de tubos de ensayo con MI sangre y sentir cómo se va debilitando la mano. (Ahora es cuando podéis decir: Jordi, definitivamente, no está bien). Por supuesto, esto no se puede hacer cada día ni tan siquiera cada mes. En cuanto es extraordinario, me gusta.
Dentro de seis semanas tengo que ir a Münster (no al Münster de Westfalia, sino al pueblo de al lado) para que el Dr. Kohl me inyecte la segunda dosis. Y seis meses después, la tercera. Entonces podré vivir inmune al tétanos diez años más.
Volviendo al campus, me llama mi madre. La transferencia desde España ha viajado hasta Alemania y ha vuelto, dejando mi cuenta del Deutsche Bank aquí intacta, a cero. Sstupendo. No lo he dicho, lo digo ahora: estoy gafado. Parece que alguien de la sucursal de Bancaixa dice que faltan dígitos en los códigos, cuando no es así. Vuelvo a aplicar el lema de mi vida, un refrán chino: si tiene solución, ¿para qué preocuparse? Y si no la tiene, ¿para qué preocuparse?
Pasan dos amaneceres tras la tarde de la estupidez hasta que veo en el espejo la Obra de Frau Karanovic. Cinco puntos azules para el corte y un punto extra para una incisión adyacente. En total, seis (6) preciosas puntadas azules y un moratón creciente alrededor del ojo. Todo conjuntado, como debe ser.
Para ese día hay organizada una salida a Zwingenberg, al sur, para visitar unos viñedos y catar cinco vinos autóctonos. Prometedor. Con la herida al aire, bajo las gafas de Sol, soy un macarra después de una pelea. Un macarra enólogo, eso sí. También me dicen que no he perdido la sonrisa: los estúpidos nunca la pierden.
Zwingenberg es un pueblo completo, un pueblo comansi. Con tejados y cuestas fetén, con fuentes y castillo, como debe ser un pueblo. Y con el Sol cascando. “¡Tendréis frío! Decían. ¡Alistaos! Decían”, repite Pablo, de Zaragoza.
Durante la visita guiada a los viñedos intuyo una ligera francofobia. El guía, vinicultor, lo confirma en parte cuando nos dice que añaden CO2 al vino para no pagar derechos de autor ni usar el nombre de champagne.
Aquí plantan parras aunque no las vendimie nadie. Menudos son ellos. Van a ser menos que los gabachos. La mayoría de los viñedos se cultivan en las laderas de las montañas, orientadas al Sol, y tienen que trabajarse por huevos a mano. Y hay que tener muchos para hacerlo, porque no hay otra forma.
Lo de la excursioncita a las 4 de la tarde está bien, para qué negarlo. Pero lo de beber sin haber comido, que no se repita. Y menos del vinito burbujeante y de colorines de Zwingenberg, que parece que no, que son cinco copichuelas con sólo dos dedicos de caldo en cada una, pero pega, vaya si pega. Lo de beber en la tarde habiendo desayunado a media mañana nada más que medio kilo de yogur con muesli, digo, que no se repita. A menos, claro está, que uno quiera dar argumentos para poner en entredicho su legendaria resistencia al alcohol. Y yo la he puesto. Vaya si la he puesto. No han puesto la suya en peligro, en cambio, los irlandeses, que han bebido cerveza de camino a la cata de vinos, y han seguido bebiendo cerveza en el camino de vuelta a Darmstadt y por la noche. Y al día siguiente. Y también el anterior. John Ford, desde luego, no exageraba: describía. Y cómo.
Borracho a las 6 de la tarde, ¿tú te crees? La única explicación posible a esta humillación es: probados mis dos metros y 110 quilos de hombría (a la vista están), debo atribuir la embriaguez a un efecto secundario de la antitetánica del día anterior. O bien:
- el escanciador ha manipulado la botella de forma que sólo me ha servido alcohol a mí (seguro que sabe cómo hacerlo, el traidor).
- he sido drogado con los polvos que alguien guardaba en su anillo.
- que vamos, que el alcohol, sólo deletrearlo. Te repito, Eva, que no suelo beber precisamente porque me gusta.
Amo el tren. Lo amo porque puedo leer en él sin marearme. Hasta ahora, sin embargo, nunca había subido a un tren que diera tantos bandazos. Agradezco la amabilidad de Matt, de Wisconsin, y la de Emma, de Cork, pero no podía permanecer sentado junto a ellos. Del asiento al pasillo, del pasillo a las escaleras, y de las escaleras al servicio. Dos veces.
Pero esto no es lo peor, qué va. Lo peor es que sin gafas (y sin dinero para pagar un nuevo cristal), olvídate de ir a ver el Macbeth de Polanski o el Falstaff de Verdi. Y Christiane, Christiane tiene novio. Como todas.
dimarts, de desembre 20, 2005
Todo igual
Dios, no recordaba que Gandia fuera tan fea.
Lo peor es que con la cama cubierta de regalos y trastos, con la mesa oculta por papeles que serán mis lecturas de navidades, ¿dónde duermo yo?
PD: no, lo peor es que delante de casa han hecho unas obras largo tiempo esperadas, y las han hecho como sólo los ayuntamientos de Gandia y Benirredrà saben hacer las cosas. Mal.
PPD: ¿se nota mucho que no quería venir?
Lo peor es que con la cama cubierta de regalos y trastos, con la mesa oculta por papeles que serán mis lecturas de navidades, ¿dónde duermo yo?
PD: no, lo peor es que delante de casa han hecho unas obras largo tiempo esperadas, y las han hecho como sólo los ayuntamientos de Gandia y Benirredrà saben hacer las cosas. Mal.
PPD: ¿se nota mucho que no quería venir?
dijous, de desembre 15, 2005
Crónica del 30-septiembre-2005; ...Y LAS COSAS EMPEZARON A TORCERSE (PRIMERA PARTE)
Hay días, como la mañana del pasado jueves 22, en que uno no tiene ganas de levantarse, y hay también días, como aquel día 22, que uno no debería haberse levantado. Me apetecía encender la SER y escuchar, todavía acostado y calentito, un rato a Gabilondo, leyendo para mí su selección de las columnas de opinión del día. Su voz ha acompañado mis desayunos y despertares desde que iba al colegio, y su ausencia en el espacio de mi habitación, o en la cocina, hace que me sienta un tanto desamparado y desinformado (que no es malo, de vez en cuando).
Pero no era posible. Primero porque he renunciado a tener radio e hilo musical, dos de los ingenios más efectivos de dominación mental que ha creado Occidente para que no podamos razonar con claridad. Yo quiero oír mis pensamientos. Y quiero sentir la nada cuando tengo la mente en blanco.
Segundo porque ni estoy en España ni puedo escuchar la SER por Internet. Y tercero, y diría que lo más importante, porque Gabilondo ha dejado la radio para convertirse en telepredicador. Se te echa de menos, Iñaki.
Ese día me levanté, y no debía de haberlo hecho. La falta de ganas era la primera señal de que algo no iba a salir bien. Después vino lo del Studienausweis (“carnet” que nos identifica como estudiantes). Aquí no se paga nada por las asignaturas propiamente dichas, pero sí hemos tenido que soltar 140 euros para matricularnos y tener el Studienausweis, que nos da derecho a usar todos los medios de transporte públicos de la zona del Rhein-Main. Resulta que, por alguna maquiavélica y oscura razón, no permiten plastificar el Studienausweis. Y, ¿adivináis? El menda lo plastificó. ¡Coño! ¡¡Es un papelucho de mierda cuadrado que no cabe en ninguna cartera sin doblarlo!! Y yo -no fui el único- pensé: si lo pierdo o se me rompe, se acabó el transporte “gratis” (de gratis nada: de hecho, es como si lo pagaras por adelantado). Y lo plastifiqué porque la plastificación es la momificación del siglo XXI: los objetos plastificados adquieren un aura de eternidad, de inmortalidad, de indestructibilidad. El Studienausweis plastificado me duraría TODA LA VIDA. Claro que siempre podía perderlo, pero la inmortalidad me proporcionaba todos los siglos por venir para encontrarlo (¡un momento! ¿Quién es el inmortal ahora?). Lo mejor de todo es que en el folio del que recortamos el Studienausweis (¡es que ni siquiera es un carnet! ¡¡Es un recortable!!) está indicada la prohibición de plastificarlo. En alemán, claro: „Der RMV akceptiert ab sofort keine eingeschweißten Ausweise mehr“. ¿Habéis leído “plastik” por algún lado? Yo tampoco, pero es la palabreja eingeschweißten la culpable de todo.
Ya sabía desde unos días antes que no estaba permitido plastificarlo, pero yo me enteré después de haberlo hecho (en mi tradición de ser el último mono). El día anterior a la mañana de autos me habían llamado la atención en el tren por llevarlo plastificado. La revisora me dijo que, así, no puede saber si es un Studienausweis auténtico, de papel-papel. Plastificado, es plástico. Es incomprensible pero es lo que hay. Hizo la vista gorda: me pueden caer 40 euracos por viajar sin billete. Razoné entonces lo siguiente: si el Studienausweis me tiene que durar hasta el último día de febrero, en 5 meses pueden pasar muchas cosas (frase profética donde las haya: esa misma tarde me acordaría de ella), como encontrarme con un revisor cabrón que no me suelte hasta desvalijarme 40 billetes. Que no serían 40, sino 20 más para hacerme otro Studienausweis de papel-papel (alegando haberlo perdido) y viajar en regla. Como no quiero pagar 40 euros, pagué 20 y me dieron otro. La moraleja, pues, Don't laminate! Eso sí, ahora vamos que le voy a sacar partido. Voy a exprimirlo: subirme a todo trasto móvil y entrar a cualquier evento donde me dejen pasar gratis con el papelucho doblado. Aquí, el menda se va a hinchar a ópera. Eso sí, cuando recupere mis gafas, que ésa es otra.
Si había estado brillante cuando se me ocurrió plastificar el Studienausweis, aquella tarde del 22 la inteligencia me desbordaba por la orejas. Dije SÍ a jugar un partido de fútbol. En vez de cenar pronto ese día e irme a leer, decidí hacer deporte y socializarme. No eran unos objetivos descabellados, pero fallaba el medio. Fallaba el fútbol. Podía oír una vocecita en mi cabeza: “¿Pero dónde vas, idiota? Hace eones que no juegas a fútbol. Por una razón: no te gusta, ¿recuerdas? Te parece estúpido, como todos los deportes de equipo. A excepción del béisbol, claro. Siempre el béisbol. Ya lo sabes, pero te lo repito para joderte: ¡no has visto un puto partido de béisbol en tu vida! Y lo único que sabes de béisbol lo has aprendido de la tira de Peanuts, de Schulz (que está en los cielos, santificado sea su nombre) y del manga Touch / Bateadores, de Mitsuru Adachi (la línea clara japonesa); obras, por cierto, que ni siquiera has leído enteras”.
Señoras y señores, les presento a mi conciencia, encantadora siempre.
“¡¡Y no sabes jugar a fútbol!!”.
Es cierto, no sé. Y ahora juro, poniendo la palma de mi mano izquierda sobre el segundo volumen de Rip Kirby, de Alex Raymond (que incluye las tiras publicadas desde el 13 de octubre de 1947 al 21 de mayo de 1949), que jamás volveré a jugar a fútbol. Por una sencilla razón: es muy peligroso. Y es muchísimo más peligroso jugar con gafas.
Tuvieron que recordármelo, pero ahora veo más o menos claras en mi cabeza las imágenes correspondientes a la secuencia del impacto. Aproximamiento a un jugador de sexo masculino (lo cual refuerza mi teoría de que es un juego estúpido: la mayoría de jugadores y seguidores son varones; además, ¿quién en su sano juicio iría a por un hombre? La mayoría de las mujeres, pero a veces ni ellas mismas saben por qué) que se desplaza a una velocidad constante sobre la misma línea de dirección que un servidor, pero con vectores de sentido opuestos, con punto de encuentro (x,y) coincidente con la posición en el espacio de un objeto esférico inanimado, el cual imagino que debe representar el globo terrestre, porque sino no me explico tanta obcecación por la posesión del mismo.
Colisión (instante T sub cero) con las siguientes consecuencias:
-división violenta del cristal derecho de las gafas en decenas de fragmentos de vidrio graduado con bordes cortantes.
-caída.
Incorporándome, pude distinguir delante mío los fragmentos del cristal roto. Ya está, pensé, a la mierda las gafas. Arrodillado, empecé a ver cómo caía sangre sobre la hierba, desde algún lugar de mi cara cercano al ojo derecho o, incluso, del propio ojo derecho. Pero no, el ojo estaba intacto. Mi amado e insustituible ojo derecho, el menos afectado por la miopía de los dos, seguía enviando información a través del nervio óptico hacia las cortezas visuales y temporales de la parte posterior de mi cerebro, y me devolvía una imagen del entorno, eso sí, un poco teñida de rojo.
De pie ya, un chino me dio un par de pañuelos de papel para detener la hemorragia, y Tim, irlandés de la universidad de Cork (Cork Institute of Technology) que ha venido a Dieburg (acompañado de siete irlandeses más, casi la mitad de su clase; sí, habéis leído bien: son clases de 20 alumnos) para estudiar lo mismo que yo, Media Production, me acompañó a la habitación para que pudiera recoger mis documentos.
Por entonces se había detenido la hemorragia, y allí, delante del espejo, pude ver por primera vez la herida: un estupendo tajo de más de un centímetro de longitud y abierto casi medio centímetro, sito justo encima de mi párpado derecho. Vamos, que ahora no estoy tuerto por un milímetro. Y que me salvara no compensa la estupidez de jugar con gafas.
Tim me acompañó, pero era yo quien sabía el camino al hospital (“y un ciego los guiará”, que dicen). Lo sabía porque días antes había topado con él, caminando perdido (cómo no, es lo que tiene la civilización y las paradas del autobús; nunca sabes dónde te va a dejar) entre el laberinto de callejas de Dieburg.
En el hospital St. Rochus de Dieburg me esperaba un ángel. Me esperaba Frau Karanovic.
Pero no era posible. Primero porque he renunciado a tener radio e hilo musical, dos de los ingenios más efectivos de dominación mental que ha creado Occidente para que no podamos razonar con claridad. Yo quiero oír mis pensamientos. Y quiero sentir la nada cuando tengo la mente en blanco.
Segundo porque ni estoy en España ni puedo escuchar la SER por Internet. Y tercero, y diría que lo más importante, porque Gabilondo ha dejado la radio para convertirse en telepredicador. Se te echa de menos, Iñaki.
Ese día me levanté, y no debía de haberlo hecho. La falta de ganas era la primera señal de que algo no iba a salir bien. Después vino lo del Studienausweis (“carnet” que nos identifica como estudiantes). Aquí no se paga nada por las asignaturas propiamente dichas, pero sí hemos tenido que soltar 140 euros para matricularnos y tener el Studienausweis, que nos da derecho a usar todos los medios de transporte públicos de la zona del Rhein-Main. Resulta que, por alguna maquiavélica y oscura razón, no permiten plastificar el Studienausweis. Y, ¿adivináis? El menda lo plastificó. ¡Coño! ¡¡Es un papelucho de mierda cuadrado que no cabe en ninguna cartera sin doblarlo!! Y yo -no fui el único- pensé: si lo pierdo o se me rompe, se acabó el transporte “gratis” (de gratis nada: de hecho, es como si lo pagaras por adelantado). Y lo plastifiqué porque la plastificación es la momificación del siglo XXI: los objetos plastificados adquieren un aura de eternidad, de inmortalidad, de indestructibilidad. El Studienausweis plastificado me duraría TODA LA VIDA. Claro que siempre podía perderlo, pero la inmortalidad me proporcionaba todos los siglos por venir para encontrarlo (¡un momento! ¿Quién es el inmortal ahora?). Lo mejor de todo es que en el folio del que recortamos el Studienausweis (¡es que ni siquiera es un carnet! ¡¡Es un recortable!!) está indicada la prohibición de plastificarlo. En alemán, claro: „Der RMV akceptiert ab sofort keine eingeschweißten Ausweise mehr“. ¿Habéis leído “plastik” por algún lado? Yo tampoco, pero es la palabreja eingeschweißten la culpable de todo.
Ya sabía desde unos días antes que no estaba permitido plastificarlo, pero yo me enteré después de haberlo hecho (en mi tradición de ser el último mono). El día anterior a la mañana de autos me habían llamado la atención en el tren por llevarlo plastificado. La revisora me dijo que, así, no puede saber si es un Studienausweis auténtico, de papel-papel. Plastificado, es plástico. Es incomprensible pero es lo que hay. Hizo la vista gorda: me pueden caer 40 euracos por viajar sin billete. Razoné entonces lo siguiente: si el Studienausweis me tiene que durar hasta el último día de febrero, en 5 meses pueden pasar muchas cosas (frase profética donde las haya: esa misma tarde me acordaría de ella), como encontrarme con un revisor cabrón que no me suelte hasta desvalijarme 40 billetes. Que no serían 40, sino 20 más para hacerme otro Studienausweis de papel-papel (alegando haberlo perdido) y viajar en regla. Como no quiero pagar 40 euros, pagué 20 y me dieron otro. La moraleja, pues, Don't laminate! Eso sí, ahora vamos que le voy a sacar partido. Voy a exprimirlo: subirme a todo trasto móvil y entrar a cualquier evento donde me dejen pasar gratis con el papelucho doblado. Aquí, el menda se va a hinchar a ópera. Eso sí, cuando recupere mis gafas, que ésa es otra.
Si había estado brillante cuando se me ocurrió plastificar el Studienausweis, aquella tarde del 22 la inteligencia me desbordaba por la orejas. Dije SÍ a jugar un partido de fútbol. En vez de cenar pronto ese día e irme a leer, decidí hacer deporte y socializarme. No eran unos objetivos descabellados, pero fallaba el medio. Fallaba el fútbol. Podía oír una vocecita en mi cabeza: “¿Pero dónde vas, idiota? Hace eones que no juegas a fútbol. Por una razón: no te gusta, ¿recuerdas? Te parece estúpido, como todos los deportes de equipo. A excepción del béisbol, claro. Siempre el béisbol. Ya lo sabes, pero te lo repito para joderte: ¡no has visto un puto partido de béisbol en tu vida! Y lo único que sabes de béisbol lo has aprendido de la tira de Peanuts, de Schulz (que está en los cielos, santificado sea su nombre) y del manga Touch / Bateadores, de Mitsuru Adachi (la línea clara japonesa); obras, por cierto, que ni siquiera has leído enteras”.
Señoras y señores, les presento a mi conciencia, encantadora siempre.
“¡¡Y no sabes jugar a fútbol!!”.
Es cierto, no sé. Y ahora juro, poniendo la palma de mi mano izquierda sobre el segundo volumen de Rip Kirby, de Alex Raymond (que incluye las tiras publicadas desde el 13 de octubre de 1947 al 21 de mayo de 1949), que jamás volveré a jugar a fútbol. Por una sencilla razón: es muy peligroso. Y es muchísimo más peligroso jugar con gafas.
Tuvieron que recordármelo, pero ahora veo más o menos claras en mi cabeza las imágenes correspondientes a la secuencia del impacto. Aproximamiento a un jugador de sexo masculino (lo cual refuerza mi teoría de que es un juego estúpido: la mayoría de jugadores y seguidores son varones; además, ¿quién en su sano juicio iría a por un hombre? La mayoría de las mujeres, pero a veces ni ellas mismas saben por qué) que se desplaza a una velocidad constante sobre la misma línea de dirección que un servidor, pero con vectores de sentido opuestos, con punto de encuentro (x,y) coincidente con la posición en el espacio de un objeto esférico inanimado, el cual imagino que debe representar el globo terrestre, porque sino no me explico tanta obcecación por la posesión del mismo.
Colisión (instante T sub cero) con las siguientes consecuencias:
-división violenta del cristal derecho de las gafas en decenas de fragmentos de vidrio graduado con bordes cortantes.
-caída.
Incorporándome, pude distinguir delante mío los fragmentos del cristal roto. Ya está, pensé, a la mierda las gafas. Arrodillado, empecé a ver cómo caía sangre sobre la hierba, desde algún lugar de mi cara cercano al ojo derecho o, incluso, del propio ojo derecho. Pero no, el ojo estaba intacto. Mi amado e insustituible ojo derecho, el menos afectado por la miopía de los dos, seguía enviando información a través del nervio óptico hacia las cortezas visuales y temporales de la parte posterior de mi cerebro, y me devolvía una imagen del entorno, eso sí, un poco teñida de rojo.
De pie ya, un chino me dio un par de pañuelos de papel para detener la hemorragia, y Tim, irlandés de la universidad de Cork (Cork Institute of Technology) que ha venido a Dieburg (acompañado de siete irlandeses más, casi la mitad de su clase; sí, habéis leído bien: son clases de 20 alumnos) para estudiar lo mismo que yo, Media Production, me acompañó a la habitación para que pudiera recoger mis documentos.
Por entonces se había detenido la hemorragia, y allí, delante del espejo, pude ver por primera vez la herida: un estupendo tajo de más de un centímetro de longitud y abierto casi medio centímetro, sito justo encima de mi párpado derecho. Vamos, que ahora no estoy tuerto por un milímetro. Y que me salvara no compensa la estupidez de jugar con gafas.
Tim me acompañó, pero era yo quien sabía el camino al hospital (“y un ciego los guiará”, que dicen). Lo sabía porque días antes había topado con él, caminando perdido (cómo no, es lo que tiene la civilización y las paradas del autobús; nunca sabes dónde te va a dejar) entre el laberinto de callejas de Dieburg.
En el hospital St. Rochus de Dieburg me esperaba un ángel. Me esperaba Frau Karanovic.
dilluns, de desembre 05, 2005
Todavía no
Para todos aquellos que piensen que la Gran Lombrith llegará antes que el siguiente post, les anuncio que el redactor sigue en condiciones tecnológicas deplorables, y que hasta la Pascua de Natividad, en que se encontrará más conectado, no acabará de colgar las crónicas que tiene acumuladas. Si aparece alguna antes de dos semanas será indicativo de que no va mucho por clase y se pasa el día en la sala de ordenadores de Dieburg, para sobrellevar el mono que tiene. Tras esas fechas, el plan es servirse de un flamante computador transportable que todavía no ha visto e inyectarse Internet en vena. Hasta entonces, si no visitáis este blog no perderéis el tiempo.
Felices Pascuas, que dice mi Abuelita.
Felices Pascuas, que dice mi Abuelita.
dimarts, de novembre 29, 2005
Crónica del 18-septiembre-2005; TODO IBA DE MARAVILLA...
Son 3. Son chicas. ¡Son S.H.E! Y anoche cantaron y bailaron sobre un escenario en el parque del castillo de Dieburg, ante un público que les dedicaba aplausos y seguía con el balanceo de su cuerpo el ritmo de las canciones, un repertorio de rock y pop en inglés de las últimas décadas. Que recuerde: Bitch (ésa del año 97 -creo- en cuyo videoclip la cantante, una mujer de más de 30 años, tocaba la guitarra de pie sobre la cama y se subía por las paredes), I Will Survive e Inside Out. Antes del descanso se despidieron con Time After Time, de Cyndi Lauper.
Eran las 8 de la noche de un sábado, señoras y señores, y el pueblo se reunía para comer, beber y divertirse, tras haber asistido a la carrera de motos antiguas alrededor de Dieburg y a la posterior exposición de esas motos junto con otros vehículos de más de 50 años en la plaza del mercado. Era pronto para retirarse, pero ya era hora. Aquí, cuando se va el Sol, rasca; y si no te mueves para entrar en calor puedes quedarte quieto para siempre.
Volviendo hacia la residencia por las calles del pueblo, imaginaba que de cualquier esquina podía aparecer un obeso Peter Lorre silbando o un Max Schrenk ansioso por brindar con mi sangre. No pasó nada (lástima, pensará alguno) y regresé sano y salvo a mi habitación en las afueras de Dieburg. No siempre ha sido así. De las nueve noches que llevo dormidas en este país, las cuatro primeras fueron en una WG de Karlshof, en una habitación cuya ventana (que además no cerraba) daba a un balcón / pasillo desde donde podía ser observado a voluntad. Vivía, pues, en un escaparate, con una cortina que cubría poco más de la mitad de la superficie de la ventana. Suerte que el fin de semana pasado hizo buen tiempo (bueno, sí, llovió: pero no hizo frío), que si llego a seguir todavía con aquella ventana cojo mis cosas y me mudo al horno (lástima, eléctrico).
Karlshof consiste en unos bloques de viviendas compartidas (WG) para estudiantes en Darmstadt, construidos con muros de hormigón siguiendo los ¿planos? ¿planes? de un doctor diabólico traumatizado con los rompecabezas de dos piezas de su infancia y el cubo de Rubik. Y amante de las escaleras: para llegar a mi quinto piso tenía que subir doce tramos de ocho escalones (eso hacen 96). Había ascensor, pero a un servidor le gusta ejercitar las piernas (y contar escalones). Y sólo el ascensor tenía un aspecto más post-apocalíptico que toda la facultad de BBAA de Valencia. Imaginaos el resto: paredes grafiteadas, colchones tirados, charcos de cerveza...
Después de lo visto, una cosa es cierta: la fiesta y el ambiente universitarios están en Karlshof. La primera noche me llevaron a la fiesta del pasillo del cuarto piso del bloque 8. Teniendo en cuenta que horas antes me había dejado olvidada la mochila en el autobús que me había traído de Frankfurt a Darmstadt, mochila que contenía dos sandwiches que iban a ser mi cena, una botella de agua, el neceser, la cámara de fotos, las gafas de Sol, mi estuche, la novela que había empezado en el avión... ¡EL NECESER! ¡Y MI USB (mi vida) QUE IBA DENTRO DEL ESTUCHE! Teniendo en cuenta, digo, que me había quedado sin sandwiches (y me había quedado sin ellos para siempre, pues no los encontré cuando recuperé la mochila a la mañana siguiente -ay, mi neceser y mi querido USB) aquella noche cené medio litro de cerveza. Una cerveza por suerte tan mala que casi no se me subió a la cabeza.
Mis días en Karlshof los viví como un judío al que acabaran de traer al gueto. No podía deshacer las maletas porque desde el principio mi estancia iba a ser provisional (dos o tres noches), y no podía comprar más comida que la necesaria para el día y para el desayuno de la mañana siguiente. El primer fin de semana me quedaba en el cuarto, leyendo, o salía a pasear / perderme por Darmstadt. Es comprensible: los compañeros de piso ya tienen su vida montada: la turca y la china con las que compartí cocina llevan cuatro años viviendo en Karlshof.
Aquellos primeros días me levantaba a las 9 y pensaba, iluso de mí, que en fin de semana era yo quien más madrugaba del piso. Pero no: este país tiene un horario al que te adaptas o te adaptan, sí o sí. Sigue un ritmo de vida que yo llamo “horario de vieja”, en recuerdo de las hermanas de mi Abuela en el pueblo de la Mancha; u “horario de camionero” (va por Marc). Aquí hay que estar de pie antes de las 7, comer a las 12:30h (a partir de las 13 empiezan a chapar el comedor), estar cenado a las 20h y llevar un rato acostado antes de la medianoche. Y hay sueño, os lo aseguro. ¡Ah! Y si quieres comprar algo, que sea más pronto de las 18:30h. Después sólo queda algún supermercado. En Darmstadt he coincidido con otros españoles: tres de nuestra EPSG, cuatro de Granada y uno de Zaragoza, quienes no hemos tenido más remedio que adelantar nuestro reloj interno unas dos horas.
También estamos teniendo que adaptarnos -por fuerza; si bien a ninguno nos han encañonado para venir a Alemania- al idioma. No todo el mundo habla o al menos entiende el inglés (el primer mito que cayó: aquí las películas se doblan), y las clases que nos imparten de alemán se convierten en vitales. Aunque sólo sea para saber preguntar: Entschuldigen Sie. Sprechen Sie Englisch?
Caminando cada día nos cruzamos con carteles llenos de palabras de doce letras con exclamaciones al final. Nos los quedamos mirando y pensamos: “No sé lo que quiere decir, pero voy a hacerle caso como sea”.
Será que soy un pueblerino, pero a mí la civilización, qué queréis que os diga, me ciega. Después de vivir más de 25 años en un país bárbaro que se caga en el peatón, en la cultura y en el medio ambiente, y se limpia el culo con los detalles (porque la civilización se encuentra en los pequeños detalles), el venir aquí le reconforta a uno. No está a la altura de Londres (nada está a la altura de Londres) pero es civilización, sin duda.
La civilización pide sumergirse en ella, admirarla desde todos sus costados, exteriores e interiores, y si no lo hace uno por su propio pie, ya se encarga ella de publicar guías de transporte de difícil interpretación (desencriptación). La civilización clama por ser explorada, por que experimentemos el sentido de la épica diaria.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que el autobús 672, que según la puta guía va de Darmstadt a Dieburg (que es donde resulta que vive un servidor), le deje a uno tirado en Roßdorf, un pueblo a medio camino, en el que, por sentido de la épica y de la aventura, tuve que esperar casi una hora hasta el siguiente autobús.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que uno suba en un tren que va en sentido contrario a Dieburg y se baje en la primera parada, Weiterstadt, una estación de bloques de piedra en la que no desentonaría ver pasar un tren rumbo a Auschwitz-Birkenau. Pero la épica se quedaría en anécdota sin los benditos detalles:
-ver atardecer (precioso, tras un horizonte sin montañas).
-ver anochecer (no tan precioso, porque el frío rasca y la cama y el techo siguen lejos).
-la estación solitaria.
-el graznido de los cuervos desde el bosque.
-y, sobre todo, una hora límite: hay que volver a Darmstadt antes de que salga el último tren hacia Dieburg -y no equivocarse de nuevo.
Así, y de ninguna otra manera, es posible echar a correr en un sentido cuando el destino que quieres alcanzar se encuentra a tus espaldas (y cada vez más lejos). Esto lo posibilita, ya digo, el sentido de la épica diaria con el que han sido trazadas las calles. Porque, ¿qué es la vida sino perderse y hallar el buen sendero? ¿Acaso no reconforta más andar por el buen camino después de haber estado vagando?
La ciudad no es el único lugar donde perderse, también está el bosque, más clásico. Aquí tienen incluso un verbo para vagar por la naturaleza: wandern. Eso mismo estaba haciendo la tarde siguiente a la actuación de S.H.E cuando di con un puto estanque en medio del bosque, un puto estanque con reflejos dorados. Demasiado para los ojos. Demasiado como para fotografiarlo y convertirlo en una injusta ristra de ceros y unos.
Hallábame wanderneando cuando, de entre los matorrales al borde del estanque, asomó el cuerpo de un hombre que arrastraba como podía un enorme saco que había sido blanco, ahora sucio de barro. (¿Me ha visto? No, pero me aparto). Lo suelta, se incorpora, se lleva las manos a las lumbares. A patadas, empuja el saco unos centímetros más y lo deja caer pendiente abajo, al agua. Ondas. Silencio. Burbujas. ¿Burbujas? Muchas. Ondas de nuevo y un poderoso antebrazo del color del musgo asoma de las aguas, unido a un tronco y una cabeza. En sus dientes hebras blancas. Y rojas. (¿Me ha visto? Me ha olido. Es más rápido buceando que yo desenganchando mi jersey de una rama. Me agarra el tobillo).
...
¿Será éste el fin de nuestro héroe, devorado por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg?
¿Será el fin de esta pestilente narración?
¿O será, por el contrario, el principio de una nueva era de prosperidad, regida por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg, verdadero paladín de la libertad y azote de embusteros tales como el autoproclamado “héroe” de esta crónica?
Próximamente, la continuación (¡¡más no, por favor!!) de este apasionante relato seriado.
PD: pero lo mejor, sin lugar a dudas, de la civilización, es no encontrar a nadie tarareando ¿Quién es ese hombre? (va per tu, A.).
Eran las 8 de la noche de un sábado, señoras y señores, y el pueblo se reunía para comer, beber y divertirse, tras haber asistido a la carrera de motos antiguas alrededor de Dieburg y a la posterior exposición de esas motos junto con otros vehículos de más de 50 años en la plaza del mercado. Era pronto para retirarse, pero ya era hora. Aquí, cuando se va el Sol, rasca; y si no te mueves para entrar en calor puedes quedarte quieto para siempre.
Volviendo hacia la residencia por las calles del pueblo, imaginaba que de cualquier esquina podía aparecer un obeso Peter Lorre silbando o un Max Schrenk ansioso por brindar con mi sangre. No pasó nada (lástima, pensará alguno) y regresé sano y salvo a mi habitación en las afueras de Dieburg. No siempre ha sido así. De las nueve noches que llevo dormidas en este país, las cuatro primeras fueron en una WG de Karlshof, en una habitación cuya ventana (que además no cerraba) daba a un balcón / pasillo desde donde podía ser observado a voluntad. Vivía, pues, en un escaparate, con una cortina que cubría poco más de la mitad de la superficie de la ventana. Suerte que el fin de semana pasado hizo buen tiempo (bueno, sí, llovió: pero no hizo frío), que si llego a seguir todavía con aquella ventana cojo mis cosas y me mudo al horno (lástima, eléctrico).
Karlshof consiste en unos bloques de viviendas compartidas (WG) para estudiantes en Darmstadt, construidos con muros de hormigón siguiendo los ¿planos? ¿planes? de un doctor diabólico traumatizado con los rompecabezas de dos piezas de su infancia y el cubo de Rubik. Y amante de las escaleras: para llegar a mi quinto piso tenía que subir doce tramos de ocho escalones (eso hacen 96). Había ascensor, pero a un servidor le gusta ejercitar las piernas (y contar escalones). Y sólo el ascensor tenía un aspecto más post-apocalíptico que toda la facultad de BBAA de Valencia. Imaginaos el resto: paredes grafiteadas, colchones tirados, charcos de cerveza...
Después de lo visto, una cosa es cierta: la fiesta y el ambiente universitarios están en Karlshof. La primera noche me llevaron a la fiesta del pasillo del cuarto piso del bloque 8. Teniendo en cuenta que horas antes me había dejado olvidada la mochila en el autobús que me había traído de Frankfurt a Darmstadt, mochila que contenía dos sandwiches que iban a ser mi cena, una botella de agua, el neceser, la cámara de fotos, las gafas de Sol, mi estuche, la novela que había empezado en el avión... ¡EL NECESER! ¡Y MI USB (mi vida) QUE IBA DENTRO DEL ESTUCHE! Teniendo en cuenta, digo, que me había quedado sin sandwiches (y me había quedado sin ellos para siempre, pues no los encontré cuando recuperé la mochila a la mañana siguiente -ay, mi neceser y mi querido USB) aquella noche cené medio litro de cerveza. Una cerveza por suerte tan mala que casi no se me subió a la cabeza.
Mis días en Karlshof los viví como un judío al que acabaran de traer al gueto. No podía deshacer las maletas porque desde el principio mi estancia iba a ser provisional (dos o tres noches), y no podía comprar más comida que la necesaria para el día y para el desayuno de la mañana siguiente. El primer fin de semana me quedaba en el cuarto, leyendo, o salía a pasear / perderme por Darmstadt. Es comprensible: los compañeros de piso ya tienen su vida montada: la turca y la china con las que compartí cocina llevan cuatro años viviendo en Karlshof.
Aquellos primeros días me levantaba a las 9 y pensaba, iluso de mí, que en fin de semana era yo quien más madrugaba del piso. Pero no: este país tiene un horario al que te adaptas o te adaptan, sí o sí. Sigue un ritmo de vida que yo llamo “horario de vieja”, en recuerdo de las hermanas de mi Abuela en el pueblo de la Mancha; u “horario de camionero” (va por Marc). Aquí hay que estar de pie antes de las 7, comer a las 12:30h (a partir de las 13 empiezan a chapar el comedor), estar cenado a las 20h y llevar un rato acostado antes de la medianoche. Y hay sueño, os lo aseguro. ¡Ah! Y si quieres comprar algo, que sea más pronto de las 18:30h. Después sólo queda algún supermercado. En Darmstadt he coincidido con otros españoles: tres de nuestra EPSG, cuatro de Granada y uno de Zaragoza, quienes no hemos tenido más remedio que adelantar nuestro reloj interno unas dos horas.
También estamos teniendo que adaptarnos -por fuerza; si bien a ninguno nos han encañonado para venir a Alemania- al idioma. No todo el mundo habla o al menos entiende el inglés (el primer mito que cayó: aquí las películas se doblan), y las clases que nos imparten de alemán se convierten en vitales. Aunque sólo sea para saber preguntar: Entschuldigen Sie. Sprechen Sie Englisch?
Caminando cada día nos cruzamos con carteles llenos de palabras de doce letras con exclamaciones al final. Nos los quedamos mirando y pensamos: “No sé lo que quiere decir, pero voy a hacerle caso como sea”.
Será que soy un pueblerino, pero a mí la civilización, qué queréis que os diga, me ciega. Después de vivir más de 25 años en un país bárbaro que se caga en el peatón, en la cultura y en el medio ambiente, y se limpia el culo con los detalles (porque la civilización se encuentra en los pequeños detalles), el venir aquí le reconforta a uno. No está a la altura de Londres (nada está a la altura de Londres) pero es civilización, sin duda.
La civilización pide sumergirse en ella, admirarla desde todos sus costados, exteriores e interiores, y si no lo hace uno por su propio pie, ya se encarga ella de publicar guías de transporte de difícil interpretación (desencriptación). La civilización clama por ser explorada, por que experimentemos el sentido de la épica diaria.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que el autobús 672, que según la puta guía va de Darmstadt a Dieburg (que es donde resulta que vive un servidor), le deje a uno tirado en Roßdorf, un pueblo a medio camino, en el que, por sentido de la épica y de la aventura, tuve que esperar casi una hora hasta el siguiente autobús.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que uno suba en un tren que va en sentido contrario a Dieburg y se baje en la primera parada, Weiterstadt, una estación de bloques de piedra en la que no desentonaría ver pasar un tren rumbo a Auschwitz-Birkenau. Pero la épica se quedaría en anécdota sin los benditos detalles:
-ver atardecer (precioso, tras un horizonte sin montañas).
-ver anochecer (no tan precioso, porque el frío rasca y la cama y el techo siguen lejos).
-la estación solitaria.
-el graznido de los cuervos desde el bosque.
-y, sobre todo, una hora límite: hay que volver a Darmstadt antes de que salga el último tren hacia Dieburg -y no equivocarse de nuevo.
Así, y de ninguna otra manera, es posible echar a correr en un sentido cuando el destino que quieres alcanzar se encuentra a tus espaldas (y cada vez más lejos). Esto lo posibilita, ya digo, el sentido de la épica diaria con el que han sido trazadas las calles. Porque, ¿qué es la vida sino perderse y hallar el buen sendero? ¿Acaso no reconforta más andar por el buen camino después de haber estado vagando?
La ciudad no es el único lugar donde perderse, también está el bosque, más clásico. Aquí tienen incluso un verbo para vagar por la naturaleza: wandern. Eso mismo estaba haciendo la tarde siguiente a la actuación de S.H.E cuando di con un puto estanque en medio del bosque, un puto estanque con reflejos dorados. Demasiado para los ojos. Demasiado como para fotografiarlo y convertirlo en una injusta ristra de ceros y unos.
Hallábame wanderneando cuando, de entre los matorrales al borde del estanque, asomó el cuerpo de un hombre que arrastraba como podía un enorme saco que había sido blanco, ahora sucio de barro. (¿Me ha visto? No, pero me aparto). Lo suelta, se incorpora, se lleva las manos a las lumbares. A patadas, empuja el saco unos centímetros más y lo deja caer pendiente abajo, al agua. Ondas. Silencio. Burbujas. ¿Burbujas? Muchas. Ondas de nuevo y un poderoso antebrazo del color del musgo asoma de las aguas, unido a un tronco y una cabeza. En sus dientes hebras blancas. Y rojas. (¿Me ha visto? Me ha olido. Es más rápido buceando que yo desenganchando mi jersey de una rama. Me agarra el tobillo).
...
¿Será éste el fin de nuestro héroe, devorado por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg?
¿Será el fin de esta pestilente narración?
¿O será, por el contrario, el principio de una nueva era de prosperidad, regida por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg, verdadero paladín de la libertad y azote de embusteros tales como el autoproclamado “héroe” de esta crónica?
Próximamente, la continuación (¡¡más no, por favor!!) de este apasionante relato seriado.
PD: pero lo mejor, sin lugar a dudas, de la civilización, es no encontrar a nadie tarareando ¿Quién es ese hombre? (va per tu, A.).
dilluns, de novembre 28, 2005
Esto empieza a rodar
¿En qué consiste esto? Pues nada, que hace casi tres meses que llegué a Alemania y me propuse unos ejercicios de escritura. Crónicas, las llamo.
Con unas condiciones informáticas bajo mínimos, empecé a escribirlas a mano para después utilizar mi cuenta de correo como procesador de textos. De vez en cuando me lo enviaba para que se guardara (sé que los terroristas se comunican guardando los textos en algo que se llama borrador, pero nunca me he parado a buscar esa opción) y seguir trabajando. Acabadas, las enviaba a mi gente en unos preciosos spam. No contaba ni con la letra ñ, ni con exclamaciones (¡) ni interrogantes (¿) de inicio de frase. Tampoco ahora, debido a estos endiablados teclados alemanes: lo que hago es copiar esos caracteres de otros documentos que tengo en mi USB (mi vida).
Aquí, rodeado de seres tecnológicos, el ambiente me ha obligado a subirme al carro de los blogs (la verdad, este mundo es tan triste que a cualquiera le permiten tener uno, hasta a mí), y la semana pasada me entró el pronto y creé uno. Éste.
Poco a poco iré corrigiendo lo ya escrito y colgándolo aquí, para dejar de saturar los correos de la gente que quiero y no obligarlos a leerme. Que entren a esta dirección libremente y por su propia voluntad.
Y eso, que esto empieza a rodar.
PD: gracias a Chico Polilla, cuyo post sobre Tato me hizo crearme una cuenta en blogger para comentarlo, y quien me ha enseñado a lidiar con el html.
Con unas condiciones informáticas bajo mínimos, empecé a escribirlas a mano para después utilizar mi cuenta de correo como procesador de textos. De vez en cuando me lo enviaba para que se guardara (sé que los terroristas se comunican guardando los textos en algo que se llama borrador, pero nunca me he parado a buscar esa opción) y seguir trabajando. Acabadas, las enviaba a mi gente en unos preciosos spam. No contaba ni con la letra ñ, ni con exclamaciones (¡) ni interrogantes (¿) de inicio de frase. Tampoco ahora, debido a estos endiablados teclados alemanes: lo que hago es copiar esos caracteres de otros documentos que tengo en mi USB (mi vida).
Aquí, rodeado de seres tecnológicos, el ambiente me ha obligado a subirme al carro de los blogs (la verdad, este mundo es tan triste que a cualquiera le permiten tener uno, hasta a mí), y la semana pasada me entró el pronto y creé uno. Éste.
Poco a poco iré corrigiendo lo ya escrito y colgándolo aquí, para dejar de saturar los correos de la gente que quiero y no obligarlos a leerme. Que entren a esta dirección libremente y por su propia voluntad.
Y eso, que esto empieza a rodar.
PD: gracias a Chico Polilla, cuyo post sobre Tato me hizo crearme una cuenta en blogger para comentarlo, y quien me ha enseñado a lidiar con el html.
dijous, de novembre 24, 2005
Entrando
Vosotros lo habéis querido. Casi me habéis obligado a hacerlo. Está bien, está bien. Ahora es tarde para arrepentirse. Tengo un blog. Está cargado.
PD: espero recordar la contraseña.
PD: espero recordar la contraseña.
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