Frau Karanovic sabe lo que hace y se mueve rápido. Me hace tumbarme en la camilla, desde donde dicto mis datos a la ayudante que está sentada al ordenador. Creo que no han visto una tarjeta sanitaria europea en su vida. Yo tampoco hasta el pasado julio. Pero “It´s okay, it´s okay”.
Con la lámpara de quirófano encendida tras ella, un ángel inclinado sobre mi rostro me limpia el corte. Pregunta si estoy vacunado contra el tétanos. Debo estarlo, si he sobrevivido a mi historial de heridas de la infancia y la adolescencia, pero no consigo recordar la última inyección. He de llamar a casa y ver si conservan alguna cartilla. Cuando lo hago, están igual que yo.
Pero el historial sigue ahí. He pisado dos veces (como mínimo) sendos clavos oxidados; he caído desde un árbol y mi pierna ha sido perforada (no atravesada) por un hierro de arar (oxidado); un perro me ha mordido en la pierna derecha y una perra (Tania, sin rencores; guardo muy buen recuerdo de ti) en el tobillo (izquierdo, creo); también me han mordido y arañado gatos y algún hámster (a estas alturas debo tener ya la rabia); me corto una vez de cada diez que me afeito, aunque mi cara sangra en todas; y me he pinchado, arañado y cortado las manos y todas las extremidades con clavos, agujas, chinchetas, cuchillos, pinchos de rosal y zarzales.
Nada de esto, empero, supera a ser electrocutado por una catenaria o sobrevivir al descarrilamiento de un tren (una abraÇada amb ce trencada, Carles); dar de cabeza contra el suelo tras una caída de cinco metros, dando vueltas como un espantapájaros, tropezando con todos los hierros de un andamio (a ver cuándo me escribes, Pableras, y me dedicas unas líneas entre tanta fiestuqui; y por favor, no empalmes y aparezcas el viernes por clase, que eso queda muy feo); atropellar a un coche (ésa fue tu expresión, Carlos, hace ya más de diez años); o hacerse un tajo de cinco centímetros en el antebrazo que deje a la vista el hueso, por caer encima de una pantalla de televisor rota en un vertedero (mi hermano).
Frau Karanovic comprueba que el corte no haya afectado a ningún lagrimal. Frau Karanovic sabe aplicar anestesia local y coser piel. Me entran ganas de casarme con ella. Sus manos son milagrosas. No siento nada.
A la mañana siguiente todavía conservo el apósito que me cubre la herida, ahora sucio por la supuración, y que me imposibilita abrir completamente el párpado derecho. De camino a la consulta para una revisión, caigo en la cuenta: el cine es tuerto. No basta con que el cine se construya con fragmentos de muerte (de vida robada) momentánea e ilusoriamente animados. Además, sólo tiene un ojo. Es un monstruo, un lisiado. Es hijo del Dr. Frankenstein y de un cíclope. Es John Ford. Aparco la idea para otro momento.
Cuando me llega el turno en la Sprechstunde, Frau Karanovic (trabaja noche y día) me examina la herida (“It looks great”) y me cambia el apósito. Es muy cuidadosa colocándomelo entre el párpado y la ceja. Me recibe y me despide con un apretón de manos.
Una enfermera que no sabe inglés me pone la primera dosis de la vacuna completa contra el tétanos, una inyección a cada lado de la pelvis. No me quejo ni me muevo. Como hijo de ATS, eso es lo peor que puede hacer un paciente: desconcentra y la aguja puede moverse. No lo he dicho, lo digo ahora: me encantan los hospitales, sus pasillos, su olor, su ropa, las camillas, los quirófanos, las inyecciones y ver cómo me extraen sangre. Cómo van llenando más de media docena de tubos de ensayo con MI sangre y sentir cómo se va debilitando la mano. (Ahora es cuando podéis decir: Jordi, definitivamente, no está bien). Por supuesto, esto no se puede hacer cada día ni tan siquiera cada mes. En cuanto es extraordinario, me gusta.
Dentro de seis semanas tengo que ir a Münster (no al Münster de Westfalia, sino al pueblo de al lado) para que el Dr. Kohl me inyecte la segunda dosis. Y seis meses después, la tercera. Entonces podré vivir inmune al tétanos diez años más.
Volviendo al campus, me llama mi madre. La transferencia desde España ha viajado hasta Alemania y ha vuelto, dejando mi cuenta del Deutsche Bank aquí intacta, a cero. Sstupendo. No lo he dicho, lo digo ahora: estoy gafado. Parece que alguien de la sucursal de Bancaixa dice que faltan dígitos en los códigos, cuando no es así. Vuelvo a aplicar el lema de mi vida, un refrán chino: si tiene solución, ¿para qué preocuparse? Y si no la tiene, ¿para qué preocuparse?
Pasan dos amaneceres tras la tarde de la estupidez hasta que veo en el espejo la Obra de Frau Karanovic. Cinco puntos azules para el corte y un punto extra para una incisión adyacente. En total, seis (6) preciosas puntadas azules y un moratón creciente alrededor del ojo. Todo conjuntado, como debe ser.
Para ese día hay organizada una salida a Zwingenberg, al sur, para visitar unos viñedos y catar cinco vinos autóctonos. Prometedor. Con la herida al aire, bajo las gafas de Sol, soy un macarra después de una pelea. Un macarra enólogo, eso sí. También me dicen que no he perdido la sonrisa: los estúpidos nunca la pierden.
Zwingenberg es un pueblo completo, un pueblo comansi. Con tejados y cuestas fetén, con fuentes y castillo, como debe ser un pueblo. Y con el Sol cascando. “¡Tendréis frío! Decían. ¡Alistaos! Decían”, repite Pablo, de Zaragoza.
Durante la visita guiada a los viñedos intuyo una ligera francofobia. El guía, vinicultor, lo confirma en parte cuando nos dice que añaden CO2 al vino para no pagar derechos de autor ni usar el nombre de champagne.
Aquí plantan parras aunque no las vendimie nadie. Menudos son ellos. Van a ser menos que los gabachos. La mayoría de los viñedos se cultivan en las laderas de las montañas, orientadas al Sol, y tienen que trabajarse por huevos a mano. Y hay que tener muchos para hacerlo, porque no hay otra forma.
Lo de la excursioncita a las 4 de la tarde está bien, para qué negarlo. Pero lo de beber sin haber comido, que no se repita. Y menos del vinito burbujeante y de colorines de Zwingenberg, que parece que no, que son cinco copichuelas con sólo dos dedicos de caldo en cada una, pero pega, vaya si pega. Lo de beber en la tarde habiendo desayunado a media mañana nada más que medio kilo de yogur con muesli, digo, que no se repita. A menos, claro está, que uno quiera dar argumentos para poner en entredicho su legendaria resistencia al alcohol. Y yo la he puesto. Vaya si la he puesto. No han puesto la suya en peligro, en cambio, los irlandeses, que han bebido cerveza de camino a la cata de vinos, y han seguido bebiendo cerveza en el camino de vuelta a Darmstadt y por la noche. Y al día siguiente. Y también el anterior. John Ford, desde luego, no exageraba: describía. Y cómo.
Borracho a las 6 de la tarde, ¿tú te crees? La única explicación posible a esta humillación es: probados mis dos metros y 110 quilos de hombría (a la vista están), debo atribuir la embriaguez a un efecto secundario de la antitetánica del día anterior. O bien:
- el escanciador ha manipulado la botella de forma que sólo me ha servido alcohol a mí (seguro que sabe cómo hacerlo, el traidor).
- he sido drogado con los polvos que alguien guardaba en su anillo.
- que vamos, que el alcohol, sólo deletrearlo. Te repito, Eva, que no suelo beber precisamente porque me gusta.
Amo el tren. Lo amo porque puedo leer en él sin marearme. Hasta ahora, sin embargo, nunca había subido a un tren que diera tantos bandazos. Agradezco la amabilidad de Matt, de Wisconsin, y la de Emma, de Cork, pero no podía permanecer sentado junto a ellos. Del asiento al pasillo, del pasillo a las escaleras, y de las escaleras al servicio. Dos veces.
Pero esto no es lo peor, qué va. Lo peor es que sin gafas (y sin dinero para pagar un nuevo cristal), olvídate de ir a ver el Macbeth de Polanski o el Falstaff de Verdi. Y Christiane, Christiane tiene novio. Como todas.
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