dijous, de desembre 15, 2005

Crónica del 30-septiembre-2005; ...Y LAS COSAS EMPEZARON A TORCERSE (PRIMERA PARTE)

Hay días, como la mañana del pasado jueves 22, en que uno no tiene ganas de levantarse, y hay también días, como aquel día 22, que uno no debería haberse levantado. Me apetecía encender la SER y escuchar, todavía acostado y calentito, un rato a Gabilondo, leyendo para mí su selección de las columnas de opinión del día. Su voz ha acompañado mis desayunos y despertares desde que iba al colegio, y su ausencia en el espacio de mi habitación, o en la cocina, hace que me sienta un tanto desamparado y desinformado (que no es malo, de vez en cuando).
Pero no era posible. Primero porque he renunciado a tener radio e hilo musical, dos de los ingenios más efectivos de dominación mental que ha creado Occidente para que no podamos razonar con claridad. Yo quiero oír mis pensamientos. Y quiero sentir la nada cuando tengo la mente en blanco.
Segundo porque ni estoy en España ni puedo escuchar la SER por Internet. Y tercero, y diría que lo más importante, porque Gabilondo ha dejado la radio para convertirse en telepredicador. Se te echa de menos, Iñaki.
Ese día me levanté, y no debía de haberlo hecho. La falta de ganas era la primera señal de que algo no iba a salir bien. Después vino lo del Studienausweis (“carnet” que nos identifica como estudiantes). Aquí no se paga nada por las asignaturas propiamente dichas, pero sí hemos tenido que soltar 140 euros para matricularnos y tener el Studienausweis, que nos da derecho a usar todos los medios de transporte públicos de la zona del Rhein-Main. Resulta que, por alguna maquiavélica y oscura razón, no permiten plastificar el Studienausweis. Y, ¿adivináis? El menda lo plastificó. ¡Coño! ¡¡Es un papelucho de mierda cuadrado que no cabe en ninguna cartera sin doblarlo!! Y yo -no fui el único- pensé: si lo pierdo o se me rompe, se acabó el transporte “gratis” (de gratis nada: de hecho, es como si lo pagaras por adelantado). Y lo plastifiqué porque la plastificación es la momificación del siglo XXI: los objetos plastificados adquieren un aura de eternidad, de inmortalidad, de indestructibilidad. El Studienausweis plastificado me duraría TODA LA VIDA. Claro que siempre podía perderlo, pero la inmortalidad me proporcionaba todos los siglos por venir para encontrarlo (¡un momento! ¿Quién es el inmortal ahora?). Lo mejor de todo es que en el folio del que recortamos el Studienausweis (¡es que ni siquiera es un carnet! ¡¡Es un recortable!!) está indicada la prohibición de plastificarlo. En alemán, claro: „Der RMV akceptiert ab sofort keine eingeschweißten Ausweise mehr“. ¿Habéis leído “plastik” por algún lado? Yo tampoco, pero es la palabreja eingeschweißten la culpable de todo.
Ya sabía desde unos días antes que no estaba permitido plastificarlo, pero yo me enteré después de haberlo hecho (en mi tradición de ser el último mono). El día anterior a la mañana de autos me habían llamado la atención en el tren por llevarlo plastificado. La revisora me dijo que, así, no puede saber si es un Studienausweis auténtico, de papel-papel. Plastificado, es plástico. Es incomprensible pero es lo que hay. Hizo la vista gorda: me pueden caer 40 euracos por viajar sin billete. Razoné entonces lo siguiente: si el Studienausweis me tiene que durar hasta el último día de febrero, en 5 meses pueden pasar muchas cosas (frase profética donde las haya: esa misma tarde me acordaría de ella), como encontrarme con un revisor cabrón que no me suelte hasta desvalijarme 40 billetes. Que no serían 40, sino 20 más para hacerme otro Studienausweis de papel-papel (alegando haberlo perdido) y viajar en regla. Como no quiero pagar 40 euros, pagué 20 y me dieron otro. La moraleja, pues, Don't laminate! Eso sí, ahora vamos que le voy a sacar partido. Voy a exprimirlo: subirme a todo trasto móvil y entrar a cualquier evento donde me dejen pasar gratis con el papelucho doblado. Aquí, el menda se va a hinchar a ópera. Eso sí, cuando recupere mis gafas, que ésa es otra.
Si había estado brillante cuando se me ocurrió plastificar el Studienausweis, aquella tarde del 22 la inteligencia me desbordaba por la orejas. Dije SÍ a jugar un partido de fútbol. En vez de cenar pronto ese día e irme a leer, decidí hacer deporte y socializarme. No eran unos objetivos descabellados, pero fallaba el medio. Fallaba el fútbol. Podía oír una vocecita en mi cabeza: “¿Pero dónde vas, idiota? Hace eones que no juegas a fútbol. Por una razón: no te gusta, ¿recuerdas? Te parece estúpido, como todos los deportes de equipo. A excepción del béisbol, claro. Siempre el béisbol. Ya lo sabes, pero te lo repito para joderte: ¡no has visto un puto partido de béisbol en tu vida! Y lo único que sabes de béisbol lo has aprendido de la tira de Peanuts, de Schulz (que está en los cielos, santificado sea su nombre) y del manga Touch / Bateadores, de Mitsuru Adachi (la línea clara japonesa); obras, por cierto, que ni siquiera has leído enteras”.
Señoras y señores, les presento a mi conciencia, encantadora siempre.
“¡¡Y no sabes jugar a fútbol!!”.
Es cierto, no sé. Y ahora juro, poniendo la palma de mi mano izquierda sobre el segundo volumen de Rip Kirby, de Alex Raymond (que incluye las tiras publicadas desde el 13 de octubre de 1947 al 21 de mayo de 1949), que jamás volveré a jugar a fútbol. Por una sencilla razón: es muy peligroso. Y es muchísimo más peligroso jugar con gafas.
Tuvieron que recordármelo, pero ahora veo más o menos claras en mi cabeza las imágenes correspondientes a la secuencia del impacto. Aproximamiento a un jugador de sexo masculino (lo cual refuerza mi teoría de que es un juego estúpido: la mayoría de jugadores y seguidores son varones; además, ¿quién en su sano juicio iría a por un hombre? La mayoría de las mujeres, pero a veces ni ellas mismas saben por qué) que se desplaza a una velocidad constante sobre la misma línea de dirección que un servidor, pero con vectores de sentido opuestos, con punto de encuentro (x,y) coincidente con la posición en el espacio de un objeto esférico inanimado, el cual imagino que debe representar el globo terrestre, porque sino no me explico tanta obcecación por la posesión del mismo.
Colisión (instante T sub cero) con las siguientes consecuencias:
-división violenta del cristal derecho de las gafas en decenas de fragmentos de vidrio graduado con bordes cortantes.
-caída.
Incorporándome, pude distinguir delante mío los fragmentos del cristal roto. Ya está, pensé, a la mierda las gafas. Arrodillado, empecé a ver cómo caía sangre sobre la hierba, desde algún lugar de mi cara cercano al ojo derecho o, incluso, del propio ojo derecho. Pero no, el ojo estaba intacto. Mi amado e insustituible ojo derecho, el menos afectado por la miopía de los dos, seguía enviando información a través del nervio óptico hacia las cortezas visuales y temporales de la parte posterior de mi cerebro, y me devolvía una imagen del entorno, eso sí, un poco teñida de rojo.
De pie ya, un chino me dio un par de pañuelos de papel para detener la hemorragia, y Tim, irlandés de la universidad de Cork (Cork Institute of Technology) que ha venido a Dieburg (acompañado de siete irlandeses más, casi la mitad de su clase; sí, habéis leído bien: son clases de 20 alumnos) para estudiar lo mismo que yo, Media Production, me acompañó a la habitación para que pudiera recoger mis documentos.
Por entonces se había detenido la hemorragia, y allí, delante del espejo, pude ver por primera vez la herida: un estupendo tajo de más de un centímetro de longitud y abierto casi medio centímetro, sito justo encima de mi párpado derecho. Vamos, que ahora no estoy tuerto por un milímetro. Y que me salvara no compensa la estupidez de jugar con gafas.
Tim me acompañó, pero era yo quien sabía el camino al hospital (“y un ciego los guiará”, que dicen). Lo sabía porque días antes había topado con él, caminando perdido (cómo no, es lo que tiene la civilización y las paradas del autobús; nunca sabes dónde te va a dejar) entre el laberinto de callejas de Dieburg.
En el hospital St. Rochus de Dieburg me esperaba un ángel. Me esperaba Frau Karanovic.