divendres, de gener 20, 2006

Crónica del 20-octubre-2005; YOSÉQUEESUNBUENDÍAYNADAMELOVAAARRUINAR

J. me recibe despeinado (su mata podría albergar un nido de ratas y no saberlo), en pijama y con una taza de cappuccino aguado en la mano. Dice que no se acordaba de nuestra cita, que como no tiene ordenador ni internet no se entera de las cosas o se entera tarde. Me deja pasar, sin embargo, cuando le hago memoria de mi identidad, en compensación por los momentos de felicidad que mi revista, recuerda, le provocó en su infancia.
En el tiempo en que se realizó esta entrevista, pasaban pocos días desde el peor que J. ha vivido desde su llegada a Alemania. Ahora se encuentra mucho mejor, e incluso me ha llamado para que no la publiquemos, pero como que no vamos a hacerle mucho caso (la verdad, es lo mejor para mantenerse cuerdo) y aquí la ofrecemos por su alto valor documental, ciertamente mayor que las últimas chorradas que se le han ocurrido y que ha hecho pasar por crónicas.

DMD: ¿Qué ocurrió el pasado sábado 15 de octubre para que le dejara así de deshecho?

J: Salí de casa.

DMD: ¿No puede ser más específico?

J: Fui a Frankfurt.

DMD: ¡Dios! Su madre estaba en lo cierto cuando me advirtió que tendría que sacarle las palabras con un cordel, estirando poco a poco.

J: ¿Ha hablado con mi madre? ¿Cuándo?

DMD: Forma parte del proceso habitual de documentación para cualquier entrevista. Está en el libro de estilo.

J: Suena raro, la verdad. ¡No le diga dónde vivo! Ni cómo. Se querría venir.

DMD: Su madre nos habló de una conversación telefónica que mantuvieron el día de la excursión a Zwingenberg, poco después de bajar usted del tranvía.

J: Es cierto. Pero llamar a aquello conversación es ser muy generoso. Con ella cualquier asunto se convierte en discusión.

DMD: Usted estuvo a punto de colgarla.

J: ¿Se lo ha dicho? Fue un momento tenso. La historia se remonta a entonces, es cierto. Si quiere saber todo lo que pasó en Frankfurt el sábado, hay que empezar por lo que ocurrió el mes pasado; tiene razón en preguntármelo.
Discutimos sobre los códigos que me dieron al abrir la cuenta en el Deutsche Bank, necesarios para que pudieran enviarme una transferencia desde España. Estaban correctos, pero ella insistía en que faltaban dos números, y que por eso había fallado el primer intento de transferencia. ¿Qué culpa tengo de que los del Bancaixa del Hospital sean unos ineptos? Liaron a mi madre contra mí. Y todos me vieron gritar al teléfono. Mis planes de empezar una vida nueva alrededor de gente que me tomara por alguien cuerdo y sensato se fueron en ese momento al carajo.

DMD: Los números estaban bien.

J: Perfectamente. La transferencia me llegó a la semana siguiente, al segundo intento. Pero llegó tarde, ya que había calculado los plazos para poder pagar la primera mensualidad del alquiler ya desde dinero del Deutsche. Tuve entonces que usar mi Visa para sacar dinero, pagando 9 euros de comisión, si no quería verme en la calle.

DMD: ¿Y después?

J: Después fui a Frankfurt. Pero no el día 15, sino el sábado anterior, el 8. Había quedado con una amiga, Yasmina, que ahora vive allí, para tomar algo y que me ayudara con el contrato del móvil y a elegir un abrigo.
Pues bien. Resulta que no pude cerrar el contrato ese día porque todavía, un mes después de haber abierto la cuenta, no tenía la tarjeta. Me mosqueaba porque todos los demás ya habían recibido todas las cartas del banco.

DMD: Y usted no.

J: Y yo no. A la semana siguiente pasé por el banco y me quejé del retraso. De que sólo había recibido la [tarjeta] dorada -que no pensaba utilizar- y un PIN. A los dos días recibí la tarjeta en casa. Y al siguiente sábado volví a Frankfurt, dispuesto a acabar lo que había dejado a medias el fin de semana anterior.

DMD: Cosa que hizo.

J: Sí, pero me tocó los huevos bastante. Primero, la oferta de un móvil por 1 euro del día 8 por abrir el contrato ya se había acabado. Ahora me ofrecían el mismo móvil por 39 euros. Seguía siendo un precio muy bueno, y yo necesitaba un móvil alemán, así que cerré el contrato.

DMD: En alemán.

J: Sí, hijo, sí. Tuve que entenderme en alemán. La mitad del trabajo ya lo había hecho Yasmina la vez anterior, y desde aquí se lo agradezco. Yo solo habría estado en el infierno. Uno se siente inútil cuando no puede comunicarse.

DMD: ¿Por qué, entonces, eligió venir a Alemania, si no conocía el idioma?

J: Por eso precisamente. El francés, el italiano y el portugués son lenguas familiares a nosotros. E incluso el inglés tiene muchas de nuestras estructuras; el alemán es otro mundo.

DMD: Se lo vuelvo a preguntar: ¿por qué?

J: Hay una viñeta de flashback en el número 2 de “Las aventuras del joven Indiana Jones” en la que se recuerda el encuentro en el primer número del joven Indy con T. E. Lawrence [de Arabia]. En ella aparece Lawrence despidiéndose de Indy y de su niñera, montado en su moto y alejándose de ellos, levantando una nube de arena tras de sí. En el globo de texto, Lawrence dice algo así como: “¡Indy! ¡Donde vayas, aprende el idioma! ¡El idioma es la clave!” Esa frase se me quedó grabada, cuando la leí con 12 o 13 años.

DMD: ¿En eso consiste su bagaje cultural? ¿En citar de un tebeo que es la adaptación de una serie de televisión que a su vez es hija del éxito de una trilogía del cine ochentero de aventuras?

J: Yo he hecho lo que he podido.

DMD: Recuperemos el hilo. Se compró un móvil. Que no está nada mal, por cierto.

J: Sí.

DMD: Y tiene radio.

J: Eehmm... sí.

DMD: ¿Qué ha pasado con aquello que dijo de que la radio es una máquina de control mental?

J: Cuando dije eso creo que fui malinterpretado.

DMD: Y un huevo. Estaba bien claro. Cito literalmente: ...

J: ¡Está bien! ¡Caí! ¿Qué pasa?

DMD: Nada, nada.

J: ¡Soy humano! Y lo que dije sigue siendo cierto. Es un instrumento de dominación en cuanto nos integra en la maquinaria de la sociedad. Introduce en nuestras mentes noticias para que estemos preocupados y cancioncitas para que nos despreocupemos.

DMD: Ya.

Me cuesta, pero consigo que deje a un lado el estado totalitario, el fascismo de los gobiernos actuales y la democracia de ficción para que me enseñe su estupendo móvil con radio. Incluso me canta el estribillo de una canción que le ha enamorado a la primera escucha (tal y como le ocurrió con el Aserejé en mayo de 2002): “Bitte gib mir nur ein Wort, bitte gib mir nur ein Wort” (o algo así), de un grupo que parece que se llama Wir Sind Helden. Lo sabe porque el móvil (agárrate, Manuel) tiene RDS. Bailando encima de la estantería, con los auriculares puestos, no para de repetir: “¡El futuro, tío, vivo en el futuro!”.

J: El caso es que no me dieron el móvil enseguida. Tuve que esperar como hora y media por algún rollo del satélite. Nos vigilan, tío, nos vigilan. Es lo que yo te digo: el estado totalitario.

Aprovecho que su mente se ha ido de nuevo de la habitación para sacar un pelo de 20 centímetros (que sólo puede ser suyo) de la taza de líquido marrón grisáceo que él asegura que es café y que me ha servido mientras recordaba el episodio de Zwingenberg. Cuando vuelve en sí, continúa.

J: Utilicé ese tiempo para bajar a la tienda de ropa y buscar el plumas que ya tenía elegido. Sólo recordaba que tenía los bolsillos calentitos y que la capucha estaba dentro de una cremallera, así que me costó un poco identificarlo.

DMD: ¿Lo tenía ya elegido y no recordaba cuál era?

J: Sí, hijo, sí. Debí nacer con retraso mental o algo, porque sino no me explico lo de mi memoria. El caso es que lo encontré, pero sin estar seguro del todo de si la vez anterior me gustaba más en negro o en gris. Ese día elegí el gris, en todo caso, y cuando fui a pagarlo con la tarjeta del Deutsche no me la aceptaron. No iba. Por si acaso, yo había sacado el pasaporte en vez del DNI para que comprobaran mi identidad, ya que la foto del pasaporte es de este año, y vieran que sí, que tengo cara de terrorista, pero que mi misma cara de terrorista aparece también en el pasaporte, con lo que yo quería dar a entender al dependiente que sí, soy un terrorista, pero honrado.
La tarjeta no iba. Me sentí completamente expulsado del capitalismo. Tenía tarjeta. Tenía dinero. Quería pagar y poner mi grano de arena en la lucha del opresor contra el oprimido, quería colaborar en la explotación del tercer mundo. Me fue negado.
Volví a la calle para buscar un cajero del Deutsche y pagar en metálico. Como no tenía ni idea de dónde encontrar uno, anduve directo hacia la sede del Deutsche, que se ve desde lejos. Ahí había un cajero, así que probé la tarjeta.

DMD: ¿No la había probado antes?

J: La noche anterior, precisamente, antes de Falstaff. No saqué dinero, pero pude consultar el saldo, así que la tarjeta iba bien. Y el dinero estaba. En Frankfurt tecleé el único PIN que tenía y no funcionó. Aquello fue el colmo. Por unos minutos envié a la mierda mi lema chino y me cagué en las torres gemelas del Deutsche Bank de Frankfurt. Aquello no me podía estar pasando. Llevaba más de un mes en Alemania y no tenía arreglado lo del banco.
Después me serené. Volví a la tienda y pagué con la Visa sin ningún problema. Volví también a la tienda de teléfonos y pagué el móvil. Para ello gasté los últimos 40 euros que llevaba en la cartera. No saqué la del Deutsche no tanto porque con ella no pudiera pagar sino porque ya le había dicho al chico, para poder cerrar el contrato, que la tarjeta era buena; y no saqué la Visa para que no pensara: “Si tiene una tarjeta alemana, ¿por qué me paga con la española?”.
Ho sé, sóc un cagadubtes. Total, al día siguiente era domingo y no iba a necesitar el dinero.

DMD: Pero si se quedaba sin dinero, ¿cómo iba a pasar la semana siguiente?

J: Tenía tarjeta, pero no PIN. Podía sacar dinero, pero no cuando quisiera: sólo de la ventanilla en horario de oficina. Es lo que hice el lunes cuando fui a quejarme por enésima vez.

DMD: En este punto del día, entonces, había conseguido los objetivos planteados.

J: De una manera extraña, pero así era. Aun así, el día no había terminado. Fui a la estación y me subí al tren de las ocho menos cuarto. Cuando pasó el revisor y le enseñé el Studienausweis me dijo que no era válido en el Intercity. Yo no lo sabía. De hecho, ya había subido al IC antes (y no había sido el único), pero ese día me pillaron. En el monedero sólo me quedaba chatarra, tras haber dejado mi capital en la tienda de móviles, y no me llegaba para pagar los 9,60 euros que cuestan los 15 minutos de mierda de tren que hay entre Frankfurt y Darmstadt. Tampoco me aceptó la Visa porque su máquina no la reconocía, así que me hizo una factura para que pagara por el banco, en la que mi nombre figura como Deltoro Jordicano (es que ni copiar sabía el hombre). Con todo el jaleo del revisor, no atiendo a la megafonía y me doy cuenta demasiado tarde de que hemos parado en Darmstadt. Recojo todo lo mío y corro hacia las puertas, pero ya no las puedo abrir y me quedo dentro. De pie en el pasillo, cojo aire y pienso que tal vez esto es lo que llaman un día redondo, con un agujero en el centro que succiona la buena suerte a mi alrededor.
Me bajo en la siguiente estación, Bensheim, en una repetición del episodio de Weiterstadt. Había mejoras: tenía un plumas para el frío, que estrené en ese momento, y luz y un banco para leer. Aprovecho para aconsejar a los que pretendan viajar que lleven con ellos un libro, uno gordo. Yo he leído buena parte del que tengo ahora esperando, o dentro del tren y del autobús. Hace desaparecer la sensación de estar perdiendo el tiempo.
En Bensheim esperé cerca de una hora hasta el siguiente tren que iba a Darmstadt. Y en Luisenplatz me volví a sentar para esperar el autobús a Dieburg. Mientras acababa de leer en la parada cubierta la quinta parte de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon (quien junto a David Foster Wallace y Chuck Palahniuk está revitalizando la literatura estadounidense fuera de los bestsellers de género), cerca a mi derecha se sentó un chico vestido con una gabardina negra, que colocó su bicicleta delante de sus rodillas. Un ruido extraño y familiar a la vez que procedía del chico me desconcentraba de la lectura. Un metálico clic, clic-clic. Una bolsa que colgaba del manillar se interponía en mi campo de visión y me ocultaba aquello que estaba manipulando. Me decía: “Vale. Jordi, piensa. Piensa. ¿Qué cojones es eso? Piensa, piensa piensa”. Una pistola, eso era. Estaba tocando algo del cañón. Vi cómo sacaba el cargador de la culata. Lo que me faltaba. “Vale, Jordi. Ahora mismo vas a hacer como que no has visto nada, vas a cerrar el libro y a levantarte disimuladamente. Y te vas por patas”. Vale que podía haber sido una pistola de paint-ball, pero con mi suerte no lo creo. Y estaba lo suficientemente sugestionado por los acontecimientos del día como para no querer averiguarlo. Me dije que si él estaba esperando mi autobús y lo cogía, yo me subía en el siguiente. Eso fue justo lo que pasó, así que estuve dando vueltas hasta que volví en el que salió a las 23:25h.

Entonces, silencio. J. se queda callado varios segundos y deduzco que ahí terminó su jornada.

DMD: Menudo día.

J: Menudo día, sí.

DMD: Y después de todo lo que le ha pasado, ¿cómo le quedan ánimos para sentarse y escribir uno de sus textos durante unas cuantas noches?

J: Si no fuera por el humor (y las películas que me quedan por ver, y los libros y tebeos por leer; y las mujeres, luz del mundo y sal de la tierra), hace tiempo que me habría descerrajado un tiro en la cabeza.
En una tira, o tal vez en una de esas preciosas e imaginativas planchas dominicales en color que Bill Watterson dibujaba para Calvin & Hobbes, el autor ponía en boca de uno de los dos personajes, no recuerdo cuál, que la naturaleza nos ha dado el humor para que podamos soportar la existencia. Bueno, por supuesto Watterson no es el único que lo dice, pero siempre es mejor citar a los poetas.
Hay otra tira, esta vez de Peanuts, en la que Schulz dibuja a Charlie Brown solo en su habitación, acostado despierto en la cama, pensando algo así como: “A veces, por las noches, me despierto y me pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? Y oigo una voz que me responde: “¿Y a quién sino?”. Así me siento yo muchas veces. ¿A quién sino? No puedo desear que todo lo que me ocurre le pase también a otra gente, aunque no estaría mal que todo estuviera un poco más repartido.
Creo que lo mío es genético, porque a mi madre también le ha tocado una buena. Nuestros cuerpos deben tener una combinación de átomos, tal vez en un número mayor o menor al resto de habitantes del cosmos, que no resulta beneficiosa para el orden del universo.
Pero lo más probable es una conspiración combinada de los Señores de Mundo Borroso y la Criatura de la Ciánaga de Dieburg.

DMD: Y dale. Esos seres no existen.

J: Porque a ti no te han tocado las pelotas, pero yo los he sufrido en mis carnes.

DMD: Podría haberle ocurrido a cualquiera.

J: Desde ese día he estado pensando en varias explicaciones para lo que me ocurrió.

DMD: ¿Y a qué conclusiones ha llegado?

J. La primera es que todo puede tratarse de un castigo divino. Son sabidas mis malas relaciones con Yahveh desde que lo negué con 14 años, si es que alguna vez le he tomado en serio. Creo que Yahveh me puso a prueba con el milagro de la cucharilla, ya que poco después demostré mi avaricia y mi ansia de riquezas cuando me encontré con una segunda cucharilla que tomé también sin pensar.
Otra posibilidad es que el destino haya puesto tantas piedras en mi camino porque no confíe en mi capacidad de fabulación. De acuerdo con esta teoría, crearía acontecimientos en mi vida para que yo pueda relatarlos, ya que considera a mi mente sólo capaz de ordenar hechos, pero no de imaginarlos.

DMD: Confío que usted sea lo bastante inteligente como para darse cuenta de la endeblez de tales argumentos.

J: El caso es que el sábado por la noche, ya llegando a la residencia, se me ocurrió que todo podía ser un castigo por algo que había hecho esa misma mañana.

DMD: ¿De qué se trata?

J: Verás: cuando llegué a Frankfurt a primera hora de la tarde, no fui directamente a las calles comerciales. Antes de ir al Zeil, en el centro, seguí la acera de la estación hacia la izquierda para matar varios pájaros de un tiro. Primero, localizaba el edificio de las ferias, la Messe, para ir a la Feria del Libro la semana siguiente. Segundo, buscaba la biblioteca, que siempre es interesante saber dónde se encuentra; y tercero, echaba una meadita en el váter de la biblioteca. Esto no es ninguna tontería: hay que tener localizados los váteres públicos para las urgencias. Y por públicos incluyo también a los de los centros comerciales. Mear en la estación de Darmstadt cuesta 30 céntimos, y 70 en la de Frankfurt, así que hay que buscarse la vida.
La Messe la encontré rápido, pero no tuve tanta suerte con la biblioteca. Lo que en el plano parece una calle recta, es una curva de 90° en la realidad, así que no giré por donde debía y estuve caminando como una hora por la calle equivocada. No vi el nombre de la calle hasta mucho después. Me encontraba en el Wall Street de Frankfurt, la capital financiera de Alemania, y a las tres de la tarde estaba todo desierto. Sólo me crucé con tres o cuatro personas y los edificios se veían vacíos. Y... bueno, yo todavía me estaba meando. La idea no me vino enseguida a la cabeza, pues no tengo por costumbre mear en cualquier sitio: yo tenía en mente llegar hasta la biblioteca. Pero en cuanto se me ocurrió no podía pensar en otra cosa. A un lado y a otro de la acera había hileras de árboles y plantas que me estaban pidiendo a gritos que les meara encima. Y no me iba a ver nadie. Total: que he meado en una acera de Frankfurt. Ya lo he dicho.

Tras otro momento de silencio, por fin, reacciono a lo que me acaba de contar.

DMD: No esperará que le aplauda. ¿Y no le vio nadie?

J: Eso es lo que yo pensaba, pero los espías de los Señores de Mundo Borroso debían de estar observándome ocultos no sé dónde y me jodieron el día.

En este punto la entrevista ha finalizado. Durante toda ella me ha resultado bastante evidente que he estado atendiendo las balbucientes explicaciones de una mente insana. Se le nota en por cómo se le van los ojos: es incapaz de mantener la mirada. Con razón me han enviado a mí. Ninguna revista seria del mundo querría dedicarle una sola columna. Sólo una publicación extinta hace quince años se atrevería a editar y maquetar semejante contenido. Porque recuerden, lectores: sólo en Don Miki Digital encontrarán sin ningún tipo de velo aquellas informaciones que otros periódicos ocultan por estar atados de pies y manos a las corporaciones.

-Hubert, el Ratoncito Peleón

[enviada el 2-noviembre-2005]

1 comentari:

Anònim ha dit...

cual es el final de la historia? la multa fue muy grande o solo lo llevaron a la carcel? saludos R.A.F.I.