En agosto, durante la lectura de La conspiración de Cristo, se me encendió una bombillita y relacioné dos ideas. Por una parte, la relevancia que los pueblos de la antigüedad otorgaban a las constelaciones y, por otra, la difusión e implantación de las que han disfrutado el cine y otros medios audiovisuales a lo largo del siglo XX y lo que llevamos de XXI. Hallé una conexión, no sé si ya propuesta por otros o cogida por los pelos, que explica nuestra obsesión por las imágenes en movimiento como algo más allá del gusto por las narraciones o el fruto de un desarrollo tecnológico. Es posible que me haya pasado, pero el peso de los aspectos comunes me lleva a intentar plasmar por escrito esta teoría y permitir que sea juzgada.
Aunque no lo parezca, las noches son muy oscuras. Esta afirmación tan tonta en realidad no es ninguna tontería. La oscuridad no es una calle mal iluminada, algo que siglo y pico de corriente alterna casi nos ha hecho olvidar. Hace milenios, la luz se ceñía a la duración del día y, de la misma manera que el Sol gobernaba el calendario, en las noches sin Luna eran las estrellas las que atraían la atención del ser humano. Y no vayáis a pensar de ningún modo que prestaban al cielo nocturno la misma atención que podemos dedicar ahora a seguir los diálogos de un episodio cualquiera de The West Wing. Nada de eso. De ninguna manera. Decir que observaban y atendían a las estrellas es quedarse muy corto. Se desvivían por ellas como si les fuera la vida en ello.
Los antiguos bautizaron los astros y, de acuerdo con la ley de la Gestalt de la proximidad, agruparon en constelaciones aquellos puntos luminosos, imaginando siluetas increíbles, transformando éstas en personajes fantásticos y convirtiendo a estos últimos en protagonistas de las tramas más inverosímiles. Convertidas en narraciones, fueron ya fácilmente memorizadas y asimiladas.
Éste era el tipo de pensamientos que me abordaban mientras devoraba el libro de Acharya. Imaginaba a nuestros antepasados, a la caída del Sol, reunidos en grupos, alzar la vista y convertirse en espectadores del mismo drama al que habían asistido la noche anterior y al que asistirían la noche siguiente. Protagonizado por unos personajes que se alzaban tras el horizonte y desfilaban por la bóveda celeste para volverse a ocultar. La obra se repetía con ligeras variaciones cada noche, hasta el punto de que algunos personajes sólo intervenían (eran visibles) algunos meses del año.
En este punto conviene recordar un interesante párrafo que leí hace años para compartir con vosotros otro antecedente antes de dar el próximo paso:
«A 24 fotogramas por segundo, una película proyectada avanza un fotograma cada 42 milisegundos. (Un milisegundo es una milésima de segundo.) Puesto que el obturador interrumpe el haz de luz del proyector dos veces, en realidad cada fotograma se muestra tres veces durante ese intervalo de 42 milisegundos. Cada una de las exposiciones está en la pantalla durante 8,5 milisegundos, con 5,4 milisegundos en negro entre cada una. En una película que dura 100 minutos, ¡el público está sentado en absoluta oscuridad durante casi cuarenta minutos! Sin embargo, no percibimos estos breves intervalos de oscuridad debido a los procesos de fusión crítica de parpadeo y de movimiento aparente dentro de nuestro sistema visual». [David Bordwell y Kristin Thompson en El arte cinematográfico. Una introducción (Paidós, 1995), p. 31].
Se me ocurrió, pues, que eso de sentarse dentro de una sala oscura guardaba alguna relación con el antiguo ritual de observar el firmamento. Así, del mismo modo que nuestros antepasados contemplaban las constelaciones en el cielo nocturno, los espectadores de cine actuales gustan de embebecerse con las intervenciones de sus particulares «estrellas del celuloide», formas de luz que aparecen y desaparecen ante sus ojos, que interpretan dramas parecidos pero no iguales proyectados sobre una pantalla cóncava. Preferentemente, de noche.
A este respecto, siempre me ha parecido curioso lo extraño que resulta ir al cine de día. En abril de 1997, por ejemplo, asistí con mi hermano a una sesión vespertina de El retorno del Jedi en los cines Cristina de Gandia. Cuando salimos a la calle, me chocó que todavía hubiera luz. Era como si pensara: «No puede ser. Si hace sólo un momento era de noche».
Creo que añado un elemento más a la comparación si recuerdo que, de la misma manera que «ir a ver las estrellas» se considera un plan romántico, no deja de sorprender el hecho de que la asistencia a una sala de cine se convirtiera durante el siglo XX en un ritual iniciático para toda nueva pareja.
He estado meditando todo esto desde agosto y no me parece del todo descabellado que, cuando empezó a extenderse la luz eléctrica en el siglo XIX, al mismo tiempo que iluminaban la oscuridad y, de paso, borraban el cielo, diferentes hombres en varios países sintieran la pulsión de recrear a pequeña escala esa danza de estrellas, ocultas por el resplandor artificial de las ciudades, sirviéndose de la misma energía que las había hecho desaparecer de nuestras noches. Inventaron de este modo el cinematógrafo, un mecanismo basado en la luz y en la oscuridad, en la rotación y en el parpadeo, que necesita del procesado de la mente humana para crear la ilusión de personajes que entran y salen del campo de visión, o aparecen y desaparecen de las escenas que conforman una trama.
Los humanos actuales hemos aceptado de forma masiva esa reinterpretación del milenario ritual porque la noche y las estrellas son la religión más antigua y poderosa de todas. No la hemos abandonado jamás y ahora, transformada en entretenimiento, sigue condicionando nuestra existencia como si nos fuera la vida en ello.
Por todo lo anterior, feliz Solsticio de Invierno a todo el mundo.
Aunque no lo parezca, las noches son muy oscuras. Esta afirmación tan tonta en realidad no es ninguna tontería. La oscuridad no es una calle mal iluminada, algo que siglo y pico de corriente alterna casi nos ha hecho olvidar. Hace milenios, la luz se ceñía a la duración del día y, de la misma manera que el Sol gobernaba el calendario, en las noches sin Luna eran las estrellas las que atraían la atención del ser humano. Y no vayáis a pensar de ningún modo que prestaban al cielo nocturno la misma atención que podemos dedicar ahora a seguir los diálogos de un episodio cualquiera de The West Wing. Nada de eso. De ninguna manera. Decir que observaban y atendían a las estrellas es quedarse muy corto. Se desvivían por ellas como si les fuera la vida en ello.
Los antiguos bautizaron los astros y, de acuerdo con la ley de la Gestalt de la proximidad, agruparon en constelaciones aquellos puntos luminosos, imaginando siluetas increíbles, transformando éstas en personajes fantásticos y convirtiendo a estos últimos en protagonistas de las tramas más inverosímiles. Convertidas en narraciones, fueron ya fácilmente memorizadas y asimiladas.
Éste era el tipo de pensamientos que me abordaban mientras devoraba el libro de Acharya. Imaginaba a nuestros antepasados, a la caída del Sol, reunidos en grupos, alzar la vista y convertirse en espectadores del mismo drama al que habían asistido la noche anterior y al que asistirían la noche siguiente. Protagonizado por unos personajes que se alzaban tras el horizonte y desfilaban por la bóveda celeste para volverse a ocultar. La obra se repetía con ligeras variaciones cada noche, hasta el punto de que algunos personajes sólo intervenían (eran visibles) algunos meses del año.
En este punto conviene recordar un interesante párrafo que leí hace años para compartir con vosotros otro antecedente antes de dar el próximo paso:
«A 24 fotogramas por segundo, una película proyectada avanza un fotograma cada 42 milisegundos. (Un milisegundo es una milésima de segundo.) Puesto que el obturador interrumpe el haz de luz del proyector dos veces, en realidad cada fotograma se muestra tres veces durante ese intervalo de 42 milisegundos. Cada una de las exposiciones está en la pantalla durante 8,5 milisegundos, con 5,4 milisegundos en negro entre cada una. En una película que dura 100 minutos, ¡el público está sentado en absoluta oscuridad durante casi cuarenta minutos! Sin embargo, no percibimos estos breves intervalos de oscuridad debido a los procesos de fusión crítica de parpadeo y de movimiento aparente dentro de nuestro sistema visual». [David Bordwell y Kristin Thompson en El arte cinematográfico. Una introducción (Paidós, 1995), p. 31].
Se me ocurrió, pues, que eso de sentarse dentro de una sala oscura guardaba alguna relación con el antiguo ritual de observar el firmamento. Así, del mismo modo que nuestros antepasados contemplaban las constelaciones en el cielo nocturno, los espectadores de cine actuales gustan de embebecerse con las intervenciones de sus particulares «estrellas del celuloide», formas de luz que aparecen y desaparecen ante sus ojos, que interpretan dramas parecidos pero no iguales proyectados sobre una pantalla cóncava. Preferentemente, de noche.
A este respecto, siempre me ha parecido curioso lo extraño que resulta ir al cine de día. En abril de 1997, por ejemplo, asistí con mi hermano a una sesión vespertina de El retorno del Jedi en los cines Cristina de Gandia. Cuando salimos a la calle, me chocó que todavía hubiera luz. Era como si pensara: «No puede ser. Si hace sólo un momento era de noche».
Creo que añado un elemento más a la comparación si recuerdo que, de la misma manera que «ir a ver las estrellas» se considera un plan romántico, no deja de sorprender el hecho de que la asistencia a una sala de cine se convirtiera durante el siglo XX en un ritual iniciático para toda nueva pareja.
He estado meditando todo esto desde agosto y no me parece del todo descabellado que, cuando empezó a extenderse la luz eléctrica en el siglo XIX, al mismo tiempo que iluminaban la oscuridad y, de paso, borraban el cielo, diferentes hombres en varios países sintieran la pulsión de recrear a pequeña escala esa danza de estrellas, ocultas por el resplandor artificial de las ciudades, sirviéndose de la misma energía que las había hecho desaparecer de nuestras noches. Inventaron de este modo el cinematógrafo, un mecanismo basado en la luz y en la oscuridad, en la rotación y en el parpadeo, que necesita del procesado de la mente humana para crear la ilusión de personajes que entran y salen del campo de visión, o aparecen y desaparecen de las escenas que conforman una trama.
Los humanos actuales hemos aceptado de forma masiva esa reinterpretación del milenario ritual porque la noche y las estrellas son la religión más antigua y poderosa de todas. No la hemos abandonado jamás y ahora, transformada en entretenimiento, sigue condicionando nuestra existencia como si nos fuera la vida en ello.
Por todo lo anterior, feliz Solsticio de Invierno a todo el mundo.
1 comentari:
Publica un comentari a l'entrada