Si hiciera caso de mi cuerpo en las primeras horas del día, no me levantaría de la cama. Ocho horas no me bastan. Puede que todavía esté saliendo del resfriado, o puede tener que ver con subir y bajar cuatro pisos por unas crujientes escaleras de madera y caminar sobre nieve, o incluso con que tal vez haya reducido la ingesta diaria de cafeína y mi cerebro esté recobrando todas las horas robadas. La alta concentración de nuevas impresiones también fatiga, así como el sonido del idioma polaco, que si bien es tan suave y musical como el catalán de València, la mera acción de intentar identificar alguna palabra suelta (pomysł, dobra, biskup), o de tratar de averiguar el significado de los distintos y sucesivos discursos, basándome en el lenguaje corporal de cada interlocutor, incrementa el consumo de calorías por parte de mis neuronas y multiplica la duración del necesario descanso nocturno. Por la razón que sea, mi metabolismo se ha transformado. Incluso mi olor corporal ha cambiado. Huelo las axilas de mis camisas y no me reconozco. Este no soy yo.
He mencionado una cama, pero, en realidad, estos primeros días he estado durmiendo en un sofá, en el cuarto y último piso de un edificio que una vez funcionó como fábrica de arcilla, con suelos de madera y pilares de madera y ventanas de madera y escaleras de madera. Cuántas décadas o siglos hace que fue talada esta madera, no lo sé. Acostado en el sofá veo cómo empieza a clarear el día a eso de las seis y media de la mañana, en un cielo libre de cortinas o persianas. Por entonces, entre semana, oigo los primeros sonidos de la cotidianeidad de los vecinos, acostumbrados a tan tempranos amaneceres. Ni por asomo consigo todavía levantarme a esas horas, pero estoy despierto porque el nórdico ha caído al suelo o se ha ido, bailando en compañía de la sábana, lejos de mí. Por la inclinación de la pared que da a la calle, la ventana debe ser cómo esas que veo sobresalir de los tejados de enfrente. Si la abro -hacia adentro, hacia la derecha- y asomo la cabeza -hacia la derecha-, puedo ver a unos cien metros el Vístula bajar cubierto de islas de hielo camino del Báltico.
Pronto serán otras las paredes y otros los suelos y otras las escaleras y otros los vecinos y otra la ventana y otros los edificios de enfrente. Pronto, dos kilómetros río abajo, las mañanas serán diferentes.
He mencionado una cama, pero, en realidad, estos primeros días he estado durmiendo en un sofá, en el cuarto y último piso de un edificio que una vez funcionó como fábrica de arcilla, con suelos de madera y pilares de madera y ventanas de madera y escaleras de madera. Cuántas décadas o siglos hace que fue talada esta madera, no lo sé. Acostado en el sofá veo cómo empieza a clarear el día a eso de las seis y media de la mañana, en un cielo libre de cortinas o persianas. Por entonces, entre semana, oigo los primeros sonidos de la cotidianeidad de los vecinos, acostumbrados a tan tempranos amaneceres. Ni por asomo consigo todavía levantarme a esas horas, pero estoy despierto porque el nórdico ha caído al suelo o se ha ido, bailando en compañía de la sábana, lejos de mí. Por la inclinación de la pared que da a la calle, la ventana debe ser cómo esas que veo sobresalir de los tejados de enfrente. Si la abro -hacia adentro, hacia la derecha- y asomo la cabeza -hacia la derecha-, puedo ver a unos cien metros el Vístula bajar cubierto de islas de hielo camino del Báltico.
Pronto serán otras las paredes y otros los suelos y otras las escaleras y otros los vecinos y otra la ventana y otros los edificios de enfrente. Pronto, dos kilómetros río abajo, las mañanas serán diferentes.
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