Lo mejor de este tipo de crónicas es redactarlas con los acontecimientos todavía frescos. Si no se hace así, luego se requiere de mayor tiempo para recordar lo vivido y meditar sobre lo escuchado. A saber lo que puede salir a estar alturas. Here we go again.
1. Javier Cavanilles, redactor de El Mundo en Valencia, fue el encargado de abrir la tarde a eso de las seis con una conferencia titulada
«Las mentiras de la conspiración». Antes, Mike Ibáñez lo había presentado como coautor de
Los caras de Bélmez, libro donde desmonta la historia de las caras que se dibujan solas en las paredes. Si uno escribe su nombre en un buscador descubre que a raíz de este asunto no le han llovido los amigos precisamente. Lo de las caras de Bélmez no es nada que me quite el sueño, pero alguien tenía que salir a decirlo:
no existen las manchas de humedad de trazo inteligente. Puede parecer una noticia curiosa vista en un informativo, ese programa en el que suspendemos nuestra incredulidad muchísimo más que cuando vemos ficción; sin embargo, si nos detenemos un instante a pensar, es como aquella vez que vimos cómo a una niña le salían trozos de cristal del ojo. No puede ser.
Cavanilles dedicó poco tiempo al tema de Bélmez. Sí profundizó, en cambio, en la definición de la antiquísima costumbre humana de conspirar («unión de varias personas contra su superior o soberano»), y en el hecho de que desde hace décadas las teorías de la conspiración se asocien con o nazcan en los Estados Unidos. Nada extraño si se tiene en cuenta que en su misma Declaración de Independencia de 1776, los trece primeros Estados ya se aliaron en contra del Rey Jorge III de Gran Bretaña. Vamos, que conspirar forma parte del
American way of life de toda la vida.
Acostumbrado ya al ambiente presentado el jueves (y supongo que también porque no le conocía), el tono de monólogo cómico que introdujo Cavanilles me pilló un poco con el pie cambiado y tardé en amoldarme. Por una parte, ridiculizó un poco el movimiento conspiranoico, cuyos miembros, dijo, son conspiranoicos porque mola creer saber cosas secretas que el resto de los mortales ignora, porque esto los hace creerse más listos y porque, de paso, les ayuda a configurarse una identidad que los distinga como grupo. Por otra, alertó de la necesidad de no perder el ojo crítico para valorar toda información venga del lado que venga. Eso sí, a pesar de la autocrítica que manifestó sobre las ideas conspiranoicas, sí reconoció que éstas pueden acercarse más a la verdad que la versión oficial. O, como mínimo, pueden ayudarnos a cambiar el punto de vista sobre los temas o a que nos quitemos las vendas. Porque, añado, es muy extraño que tres edificios se derrumben de idéntica forma el mismo día y en la misma ciudad.
Lo que sí parece interesar más a Cavanilles, y de cuya existencia no duda, es el
Club Bilderberg, que reúne cada año desde 1954 y a puerta cerrada a la gente más poderosa del mundo. Según la Wikipedia, en la lista de asistentes a la reunión del año pasado en Estambul figuran los Reyes de España,
Bernardino León (del Gobierno),
Matías Rodríguez Inciarte (del Banco Santander) y
Juan Luis Cebrián (de PRISA). En
otra lista de asistentes en general aparecen también Felipe González y Esperanza Aguirre. En principio, no es para nada descabellado que los millonarios del planeta se junten de vez en cuando. Otra cosa es explicar cómo todos estos nombres son públicos si se supone que son reuniones secretas, o si es que existe alguien que se entretenga inventando nombres de asistentes. Imagino que todo ello vendrá explicado en los libros que al respecto se han publicado en España en los últimos años.
Si bien mientras atendía esta charla de Cavanilles me pareció en su momento que las jornadas habían bajado un poco el listón, he de reconocer que tanto la suya como la última intervención de la tarde, a cargo del fotógrafo
Joan Fontcuberta, enmarcaron muy bien, con el humor distendido de ambas, el tema estrella que trajo la periodista Gudrun Greunke: el síndrome tóxico atribuido al aceite de colza.
2. Lo de la colza es algo bien gordo. Quién más quién menos, todos hemos crecido con la copla de que el aceite de colza es malo porque mató a mucha gente hace años. Bien, eso es lo que se dice. Y de lo que se dice a la vida real suele ir un abismo, si es que existe alguna relación.
Poisoned Lives (1991), el documental impulsado por Greunke que realizó Yorkshire Television a partir de su libro
El montaje del síndrome tóxico, nos mostró una historia bastante diferente de la versión oficial mantenida hasta ahora.
No tiene ningún sentido que yo me detenga aquí a describir la secuencia de los hechos cuando
en otro lugar alguien que se dedicó a investigar el caso ya se ha ocupado de ello. Lo que más me extraña es que bastara una explicación tan endeble como la proporcionada por las autoridades para que la gente no mirara más allá de la colza. Y es que la versión que sostienen, que bastó para encarcelar a unos empresarios del aceite, no viene sino a decir que a pesar de ser tóxico aquel aceite,
ninguno de los análisis (nacionales e internacionales)
determinó que contuviera ninguna sustancia mortal o que causara unos efectos degenerativos tan acelerados. Esto es, que el mismo aceite que ha acabado matando a más de 1000 personas no mató a ninguno de los ratones a los que se les inocularon las muestras más tóxicas recogidas; es más, no sólo no murieron sino que engordaron y se volvieron más activos. Todos.
En realidad, según Greunke (y los análisis que la respaldan), la enfermedad fue causada por un envenenamiento a base de plaguicidas
organofosforados que se habían aplicado sobre unos tomates cultivados en Almería (la misma Almería que ya era famosa por
lo de Palomares). El mapa de la enfermedad trazado por el
Dr. Antonio Muro coincidía con la red de distribución de la partida de tomates, y no lo hacía con las rutas de los camiones del aceite, como había observado un responsable de Sanidad destituido tras averiguarlo.
Los organofosforados son un tipo de enlace químico descubierto a principios del siglo pasado que empezó a sintetizarse poco antes de la segunda guerra mundial con dos finalidades:
1) como pesticida (i.e.:
malatión,
parathion),
2) como gas nervioso (i.e.:
sarín,
soman,
tabun). A este respecto, Grunke apuntó que el mismo CESID trabajó con la tesis de que el síndrome tóxico podía haberse debido a un ensayo de arma química (de la CIA, por supuesto).
Y ahora, aunque parece que cambie de tema, voy a dar un pequeño rodeo para volver al mismo sitio. Tras la proyección y los comentarios sobre la misma, Raúl Sensato (el Doctor Repronto), presente entre el público, recuperó unas palabras leídas por Greunke en la presentación del vídeo que se nos habían quedado clavadas a más de uno:
«Me temo que hay muchos más escándalos de este tipo. Sólo hay que pensar en casos como el SIDA» (copiado del dossier de Spectra). A las preguntas de Raúl, Greunke afirmó que el SIDA «no existe». No niega que enferme ni que muera gente, sólo que no enferma ni muere de SIDA. Más todavía: que los síntomas del SIDA son diferentes en cada continente y que la epidemia en África no es de la magnitud con la que nos la describen.
Puede que con el SIDA le haya ocurrido a Greunke aquello que reza el refrán: «cuando uno tiene un martillo todo lo que ve son clavos». O puede que también tenga razón, no lo sé. Partiendo de lo que nos dijo de que los primeros cinco homosexuales de Los Ángeles contagiados no se conocían entre sí, se me ocurre un ejercicio de imaginación. Su desarrollo, en el siguiente párrafo.
En mayo de 1981 mueren en España los primeros afectados del síndrome tóxico. Un epidemiólogo del
Centers for Disease Control and Prevention (CDC) se acerca a Madrid a investigar. En junio del mismo año, una publicación del CDC informa de los primeros enfermos de SIDA. Lo primero pudo ser un ensayo de arma química sobre civiles no seleccionados. Lo segundo pudo ser el ensayo de una enfermedad creada por el hombre inoculada en homosexuales. Nada nuevo. Según cuenta John Marks en su
En busca del candidato de Manchuria, la
OSS desarrolló durante la 2GM «un importante arsenal de venenos químicos y biológicos» que igual que servían para matar también lo hacían para causar «picor de piel, calvicie, diarrea y mal olor corporal» (p.74). La cuestión era neutralizar el adversario o influir en su comportamiento. Al amparo de la misma filosofía, la CIA habilitó pisos francos (
safehouses) en San Francisco a partir de 1955 con la finalidad de administrar drogas y otras sustancias a determinados individuos y observar sus efectos. O sea,
experimentar con sujetos sin su conocimiento. Buscaban personas de todo tipo, pero la CIA puso especial atención en prostitutas, drogadictos, indigentes y supongo que también homosexuales. Entonces entraban todos dentro del mismo saco y, después de todo, aquello era San Francisco. Tras el cierre («sobre el papel», dice Marks, p.218) de esas casas una década más tarde, no me extrañaría que siguieran los experimentos y que en uno de aquellos dieran con la pandemia aterradora de nuestra época.
Claro que también podría ser, como se dice, una enfermedad
zoonótica desmadrada. Seguiremos investigando. En cualquier caso, no cabe duda que estas epidemias se convierten en una herramienta perfecta para controlar mediante el miedo a grandes masas de población.
3. Joan Fontcuberta animó la tarde con su charla titulada
«Fotografies conspiratives». A raíz de la lectura de
Photo Fakery (escrito por
Dino A. Brugioni, histórico analista de imágenes de la CIA), Fontcuberta nos animó a desconfiar de las imágenes y a que nos opusiéramos a la
conspiración que, desde el mundo del arte, ha transmitido durante décadas la idea falsa de que las fotografías reflejan la realidad tal y como es.
Cualquiera con un poco de idea sabe que las imágenes no son de fiar. Más gente todavía desconoce que el retoque fotográfico no nació con el photoshop. Lo que no sabía es que el primer daguerrotipo ya fue en sí un montaje.
Si os fijáis, esas personitas que aparecen en la esquina inferior izquierda no pudieron impresionarse de ningún modo en la placa a no ser que alguien les dijera que se estuvieran quietas durante más de 10 minutos.
Fontcuberta nos habló de Bonk Business, una empresa finlandesa que prosperó a finales del XIX gracias al aceite de anchoa y que con el tiempo inventó máquinas
como ésta, que funcionaba con el mismo aceite; también nos presentó las guías de viaje de
Jetlag, sobre países tan recónditos como Molvanîa o Phaic Tăn; o de su descubrimiento personal de la odisea del cosmonauta Ivan Istochnikov, al que homenajeó en su exposición fotográfica
Sputnik. Si podéis, miraos los vídeos de su charla, porque fue de lo mejor de Spectra.
4. Apéndices:
-La charla de Gudrun Greunke:
uno,
dos,
tres y
cuatro (lo del SIDA, en este último).
-Raúl Sensato también
escribió sobre el síndrome tóxico.
-La xerrada de Joan Fontcuberta (en català):
un,
dos,
tres,
quatre,
cinc,
sis i
set.
Ea, ya tenéis con que entreteneros unos días, aquellos que todavía entráis. Por mi parte, este texto dejará de rondarme la cabeza y podré pasar a completar el post número 200, que supongo que colgaré un día de éstos.