Son 3. Son chicas. ¡Son S.H.E! Y anoche cantaron y bailaron sobre un escenario en el parque del castillo de Dieburg, ante un público que les dedicaba aplausos y seguía con el balanceo de su cuerpo el ritmo de las canciones, un repertorio de rock y pop en inglés de las últimas décadas. Que recuerde: Bitch (ésa del año 97 -creo- en cuyo videoclip la cantante, una mujer de más de 30 años, tocaba la guitarra de pie sobre la cama y se subía por las paredes), I Will Survive e Inside Out. Antes del descanso se despidieron con Time After Time, de Cyndi Lauper.
Eran las 8 de la noche de un sábado, señoras y señores, y el pueblo se reunía para comer, beber y divertirse, tras haber asistido a la carrera de motos antiguas alrededor de Dieburg y a la posterior exposición de esas motos junto con otros vehículos de más de 50 años en la plaza del mercado. Era pronto para retirarse, pero ya era hora. Aquí, cuando se va el Sol, rasca; y si no te mueves para entrar en calor puedes quedarte quieto para siempre.
Volviendo hacia la residencia por las calles del pueblo, imaginaba que de cualquier esquina podía aparecer un obeso Peter Lorre silbando o un Max Schrenk ansioso por brindar con mi sangre. No pasó nada (lástima, pensará alguno) y regresé sano y salvo a mi habitación en las afueras de Dieburg. No siempre ha sido así. De las nueve noches que llevo dormidas en este país, las cuatro primeras fueron en una WG de Karlshof, en una habitación cuya ventana (que además no cerraba) daba a un balcón / pasillo desde donde podía ser observado a voluntad. Vivía, pues, en un escaparate, con una cortina que cubría poco más de la mitad de la superficie de la ventana. Suerte que el fin de semana pasado hizo buen tiempo (bueno, sí, llovió: pero no hizo frío), que si llego a seguir todavía con aquella ventana cojo mis cosas y me mudo al horno (lástima, eléctrico).
Karlshof consiste en unos bloques de viviendas compartidas (WG) para estudiantes en Darmstadt, construidos con muros de hormigón siguiendo los ¿planos? ¿planes? de un doctor diabólico traumatizado con los rompecabezas de dos piezas de su infancia y el cubo de Rubik. Y amante de las escaleras: para llegar a mi quinto piso tenía que subir doce tramos de ocho escalones (eso hacen 96). Había ascensor, pero a un servidor le gusta ejercitar las piernas (y contar escalones). Y sólo el ascensor tenía un aspecto más post-apocalíptico que toda la facultad de BBAA de Valencia. Imaginaos el resto: paredes grafiteadas, colchones tirados, charcos de cerveza...
Después de lo visto, una cosa es cierta: la fiesta y el ambiente universitarios están en Karlshof. La primera noche me llevaron a la fiesta del pasillo del cuarto piso del bloque 8. Teniendo en cuenta que horas antes me había dejado olvidada la mochila en el autobús que me había traído de Frankfurt a Darmstadt, mochila que contenía dos sandwiches que iban a ser mi cena, una botella de agua, el neceser, la cámara de fotos, las gafas de Sol, mi estuche, la novela que había empezado en el avión... ¡EL NECESER! ¡Y MI USB (mi vida) QUE IBA DENTRO DEL ESTUCHE! Teniendo en cuenta, digo, que me había quedado sin sandwiches (y me había quedado sin ellos para siempre, pues no los encontré cuando recuperé la mochila a la mañana siguiente -ay, mi neceser y mi querido USB) aquella noche cené medio litro de cerveza. Una cerveza por suerte tan mala que casi no se me subió a la cabeza.
Mis días en Karlshof los viví como un judío al que acabaran de traer al gueto. No podía deshacer las maletas porque desde el principio mi estancia iba a ser provisional (dos o tres noches), y no podía comprar más comida que la necesaria para el día y para el desayuno de la mañana siguiente. El primer fin de semana me quedaba en el cuarto, leyendo, o salía a pasear / perderme por Darmstadt. Es comprensible: los compañeros de piso ya tienen su vida montada: la turca y la china con las que compartí cocina llevan cuatro años viviendo en Karlshof.
Aquellos primeros días me levantaba a las 9 y pensaba, iluso de mí, que en fin de semana era yo quien más madrugaba del piso. Pero no: este país tiene un horario al que te adaptas o te adaptan, sí o sí. Sigue un ritmo de vida que yo llamo “horario de vieja”, en recuerdo de las hermanas de mi Abuela en el pueblo de la Mancha; u “horario de camionero” (va por Marc). Aquí hay que estar de pie antes de las 7, comer a las 12:30h (a partir de las 13 empiezan a chapar el comedor), estar cenado a las 20h y llevar un rato acostado antes de la medianoche. Y hay sueño, os lo aseguro. ¡Ah! Y si quieres comprar algo, que sea más pronto de las 18:30h. Después sólo queda algún supermercado. En Darmstadt he coincidido con otros españoles: tres de nuestra EPSG, cuatro de Granada y uno de Zaragoza, quienes no hemos tenido más remedio que adelantar nuestro reloj interno unas dos horas.
También estamos teniendo que adaptarnos -por fuerza; si bien a ninguno nos han encañonado para venir a Alemania- al idioma. No todo el mundo habla o al menos entiende el inglés (el primer mito que cayó: aquí las películas se doblan), y las clases que nos imparten de alemán se convierten en vitales. Aunque sólo sea para saber preguntar: Entschuldigen Sie. Sprechen Sie Englisch?
Caminando cada día nos cruzamos con carteles llenos de palabras de doce letras con exclamaciones al final. Nos los quedamos mirando y pensamos: “No sé lo que quiere decir, pero voy a hacerle caso como sea”.
Será que soy un pueblerino, pero a mí la civilización, qué queréis que os diga, me ciega. Después de vivir más de 25 años en un país bárbaro que se caga en el peatón, en la cultura y en el medio ambiente, y se limpia el culo con los detalles (porque la civilización se encuentra en los pequeños detalles), el venir aquí le reconforta a uno. No está a la altura de Londres (nada está a la altura de Londres) pero es civilización, sin duda.
La civilización pide sumergirse en ella, admirarla desde todos sus costados, exteriores e interiores, y si no lo hace uno por su propio pie, ya se encarga ella de publicar guías de transporte de difícil interpretación (desencriptación). La civilización clama por ser explorada, por que experimentemos el sentido de la épica diaria.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que el autobús 672, que según la puta guía va de Darmstadt a Dieburg (que es donde resulta que vive un servidor), le deje a uno tirado en Roßdorf, un pueblo a medio camino, en el que, por sentido de la épica y de la aventura, tuve que esperar casi una hora hasta el siguiente autobús.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que uno suba en un tren que va en sentido contrario a Dieburg y se baje en la primera parada, Weiterstadt, una estación de bloques de piedra en la que no desentonaría ver pasar un tren rumbo a Auschwitz-Birkenau. Pero la épica se quedaría en anécdota sin los benditos detalles:
-ver atardecer (precioso, tras un horizonte sin montañas).
-ver anochecer (no tan precioso, porque el frío rasca y la cama y el techo siguen lejos).
-la estación solitaria.
-el graznido de los cuervos desde el bosque.
-y, sobre todo, una hora límite: hay que volver a Darmstadt antes de que salga el último tren hacia Dieburg -y no equivocarse de nuevo.
Así, y de ninguna otra manera, es posible echar a correr en un sentido cuando el destino que quieres alcanzar se encuentra a tus espaldas (y cada vez más lejos). Esto lo posibilita, ya digo, el sentido de la épica diaria con el que han sido trazadas las calles. Porque, ¿qué es la vida sino perderse y hallar el buen sendero? ¿Acaso no reconforta más andar por el buen camino después de haber estado vagando?
La ciudad no es el único lugar donde perderse, también está el bosque, más clásico. Aquí tienen incluso un verbo para vagar por la naturaleza: wandern. Eso mismo estaba haciendo la tarde siguiente a la actuación de S.H.E cuando di con un puto estanque en medio del bosque, un puto estanque con reflejos dorados. Demasiado para los ojos. Demasiado como para fotografiarlo y convertirlo en una injusta ristra de ceros y unos.
Hallábame wanderneando cuando, de entre los matorrales al borde del estanque, asomó el cuerpo de un hombre que arrastraba como podía un enorme saco que había sido blanco, ahora sucio de barro. (¿Me ha visto? No, pero me aparto). Lo suelta, se incorpora, se lleva las manos a las lumbares. A patadas, empuja el saco unos centímetros más y lo deja caer pendiente abajo, al agua. Ondas. Silencio. Burbujas. ¿Burbujas? Muchas. Ondas de nuevo y un poderoso antebrazo del color del musgo asoma de las aguas, unido a un tronco y una cabeza. En sus dientes hebras blancas. Y rojas. (¿Me ha visto? Me ha olido. Es más rápido buceando que yo desenganchando mi jersey de una rama. Me agarra el tobillo).
...
¿Será éste el fin de nuestro héroe, devorado por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg?
¿Será el fin de esta pestilente narración?
¿O será, por el contrario, el principio de una nueva era de prosperidad, regida por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg, verdadero paladín de la libertad y azote de embusteros tales como el autoproclamado “héroe” de esta crónica?
Próximamente, la continuación (¡¡más no, por favor!!) de este apasionante relato seriado.
PD: pero lo mejor, sin lugar a dudas, de la civilización, es no encontrar a nadie tarareando ¿Quién es ese hombre? (va per tu, A.).
Eran las 8 de la noche de un sábado, señoras y señores, y el pueblo se reunía para comer, beber y divertirse, tras haber asistido a la carrera de motos antiguas alrededor de Dieburg y a la posterior exposición de esas motos junto con otros vehículos de más de 50 años en la plaza del mercado. Era pronto para retirarse, pero ya era hora. Aquí, cuando se va el Sol, rasca; y si no te mueves para entrar en calor puedes quedarte quieto para siempre.
Volviendo hacia la residencia por las calles del pueblo, imaginaba que de cualquier esquina podía aparecer un obeso Peter Lorre silbando o un Max Schrenk ansioso por brindar con mi sangre. No pasó nada (lástima, pensará alguno) y regresé sano y salvo a mi habitación en las afueras de Dieburg. No siempre ha sido así. De las nueve noches que llevo dormidas en este país, las cuatro primeras fueron en una WG de Karlshof, en una habitación cuya ventana (que además no cerraba) daba a un balcón / pasillo desde donde podía ser observado a voluntad. Vivía, pues, en un escaparate, con una cortina que cubría poco más de la mitad de la superficie de la ventana. Suerte que el fin de semana pasado hizo buen tiempo (bueno, sí, llovió: pero no hizo frío), que si llego a seguir todavía con aquella ventana cojo mis cosas y me mudo al horno (lástima, eléctrico).
Karlshof consiste en unos bloques de viviendas compartidas (WG) para estudiantes en Darmstadt, construidos con muros de hormigón siguiendo los ¿planos? ¿planes? de un doctor diabólico traumatizado con los rompecabezas de dos piezas de su infancia y el cubo de Rubik. Y amante de las escaleras: para llegar a mi quinto piso tenía que subir doce tramos de ocho escalones (eso hacen 96). Había ascensor, pero a un servidor le gusta ejercitar las piernas (y contar escalones). Y sólo el ascensor tenía un aspecto más post-apocalíptico que toda la facultad de BBAA de Valencia. Imaginaos el resto: paredes grafiteadas, colchones tirados, charcos de cerveza...
Después de lo visto, una cosa es cierta: la fiesta y el ambiente universitarios están en Karlshof. La primera noche me llevaron a la fiesta del pasillo del cuarto piso del bloque 8. Teniendo en cuenta que horas antes me había dejado olvidada la mochila en el autobús que me había traído de Frankfurt a Darmstadt, mochila que contenía dos sandwiches que iban a ser mi cena, una botella de agua, el neceser, la cámara de fotos, las gafas de Sol, mi estuche, la novela que había empezado en el avión... ¡EL NECESER! ¡Y MI USB (mi vida) QUE IBA DENTRO DEL ESTUCHE! Teniendo en cuenta, digo, que me había quedado sin sandwiches (y me había quedado sin ellos para siempre, pues no los encontré cuando recuperé la mochila a la mañana siguiente -ay, mi neceser y mi querido USB) aquella noche cené medio litro de cerveza. Una cerveza por suerte tan mala que casi no se me subió a la cabeza.
Mis días en Karlshof los viví como un judío al que acabaran de traer al gueto. No podía deshacer las maletas porque desde el principio mi estancia iba a ser provisional (dos o tres noches), y no podía comprar más comida que la necesaria para el día y para el desayuno de la mañana siguiente. El primer fin de semana me quedaba en el cuarto, leyendo, o salía a pasear / perderme por Darmstadt. Es comprensible: los compañeros de piso ya tienen su vida montada: la turca y la china con las que compartí cocina llevan cuatro años viviendo en Karlshof.
Aquellos primeros días me levantaba a las 9 y pensaba, iluso de mí, que en fin de semana era yo quien más madrugaba del piso. Pero no: este país tiene un horario al que te adaptas o te adaptan, sí o sí. Sigue un ritmo de vida que yo llamo “horario de vieja”, en recuerdo de las hermanas de mi Abuela en el pueblo de la Mancha; u “horario de camionero” (va por Marc). Aquí hay que estar de pie antes de las 7, comer a las 12:30h (a partir de las 13 empiezan a chapar el comedor), estar cenado a las 20h y llevar un rato acostado antes de la medianoche. Y hay sueño, os lo aseguro. ¡Ah! Y si quieres comprar algo, que sea más pronto de las 18:30h. Después sólo queda algún supermercado. En Darmstadt he coincidido con otros españoles: tres de nuestra EPSG, cuatro de Granada y uno de Zaragoza, quienes no hemos tenido más remedio que adelantar nuestro reloj interno unas dos horas.
También estamos teniendo que adaptarnos -por fuerza; si bien a ninguno nos han encañonado para venir a Alemania- al idioma. No todo el mundo habla o al menos entiende el inglés (el primer mito que cayó: aquí las películas se doblan), y las clases que nos imparten de alemán se convierten en vitales. Aunque sólo sea para saber preguntar: Entschuldigen Sie. Sprechen Sie Englisch?
Caminando cada día nos cruzamos con carteles llenos de palabras de doce letras con exclamaciones al final. Nos los quedamos mirando y pensamos: “No sé lo que quiere decir, pero voy a hacerle caso como sea”.
Será que soy un pueblerino, pero a mí la civilización, qué queréis que os diga, me ciega. Después de vivir más de 25 años en un país bárbaro que se caga en el peatón, en la cultura y en el medio ambiente, y se limpia el culo con los detalles (porque la civilización se encuentra en los pequeños detalles), el venir aquí le reconforta a uno. No está a la altura de Londres (nada está a la altura de Londres) pero es civilización, sin duda.
La civilización pide sumergirse en ella, admirarla desde todos sus costados, exteriores e interiores, y si no lo hace uno por su propio pie, ya se encarga ella de publicar guías de transporte de difícil interpretación (desencriptación). La civilización clama por ser explorada, por que experimentemos el sentido de la épica diaria.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que el autobús 672, que según la puta guía va de Darmstadt a Dieburg (que es donde resulta que vive un servidor), le deje a uno tirado en Roßdorf, un pueblo a medio camino, en el que, por sentido de la épica y de la aventura, tuve que esperar casi una hora hasta el siguiente autobús.
Así, y de ninguna otra manera, es posible que uno suba en un tren que va en sentido contrario a Dieburg y se baje en la primera parada, Weiterstadt, una estación de bloques de piedra en la que no desentonaría ver pasar un tren rumbo a Auschwitz-Birkenau. Pero la épica se quedaría en anécdota sin los benditos detalles:
-ver atardecer (precioso, tras un horizonte sin montañas).
-ver anochecer (no tan precioso, porque el frío rasca y la cama y el techo siguen lejos).
-la estación solitaria.
-el graznido de los cuervos desde el bosque.
-y, sobre todo, una hora límite: hay que volver a Darmstadt antes de que salga el último tren hacia Dieburg -y no equivocarse de nuevo.
Así, y de ninguna otra manera, es posible echar a correr en un sentido cuando el destino que quieres alcanzar se encuentra a tus espaldas (y cada vez más lejos). Esto lo posibilita, ya digo, el sentido de la épica diaria con el que han sido trazadas las calles. Porque, ¿qué es la vida sino perderse y hallar el buen sendero? ¿Acaso no reconforta más andar por el buen camino después de haber estado vagando?
La ciudad no es el único lugar donde perderse, también está el bosque, más clásico. Aquí tienen incluso un verbo para vagar por la naturaleza: wandern. Eso mismo estaba haciendo la tarde siguiente a la actuación de S.H.E cuando di con un puto estanque en medio del bosque, un puto estanque con reflejos dorados. Demasiado para los ojos. Demasiado como para fotografiarlo y convertirlo en una injusta ristra de ceros y unos.
Hallábame wanderneando cuando, de entre los matorrales al borde del estanque, asomó el cuerpo de un hombre que arrastraba como podía un enorme saco que había sido blanco, ahora sucio de barro. (¿Me ha visto? No, pero me aparto). Lo suelta, se incorpora, se lleva las manos a las lumbares. A patadas, empuja el saco unos centímetros más y lo deja caer pendiente abajo, al agua. Ondas. Silencio. Burbujas. ¿Burbujas? Muchas. Ondas de nuevo y un poderoso antebrazo del color del musgo asoma de las aguas, unido a un tronco y una cabeza. En sus dientes hebras blancas. Y rojas. (¿Me ha visto? Me ha olido. Es más rápido buceando que yo desenganchando mi jersey de una rama. Me agarra el tobillo).
...
¿Será éste el fin de nuestro héroe, devorado por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg?
¿Será el fin de esta pestilente narración?
¿O será, por el contrario, el principio de una nueva era de prosperidad, regida por la Criatura de la Ciénaga de Dieburg, verdadero paladín de la libertad y azote de embusteros tales como el autoproclamado “héroe” de esta crónica?
Próximamente, la continuación (¡¡más no, por favor!!) de este apasionante relato seriado.
PD: pero lo mejor, sin lugar a dudas, de la civilización, es no encontrar a nadie tarareando ¿Quién es ese hombre? (va per tu, A.).